Ecos de una Constelación Rota

Capítulo 3 - El color del alma.

Elena

Elena se sentó al fondo del aula, en la última fila, donde la luz apenas alcanzaba y el zumbido constante del viejo ventilador cubría el murmullo de las voces que no quería oír. En ese rincón, nadie la miraba. O mejor dicho, todos fingían no verla, como si su existencia sólo pudiera tolerarse en el margen de las cosas. Y eso, de algún modo, era más soportable que la alternativa.

Desde allí no tenía que devolver sonrisas que no sentía, ni fingir que los saludos ausentes no le dolían. No debía justificar por qué su mirada a veces se perdía en puntos invisibles, o por qué sus pupilas se dilataban cuando nadie más parecía ver nada. Afuera llovía. Dentro de su cabeza también.

La profesora hablaba de placas tectónicas con una voz monótona, encajando palabras que a Elena le llegaban como señales a través del agua. Frente a ella, la espalda de Marck Lee —uno de los pocos que aún levantaba la mano en clase— brillaba con un halo azul. No un azul limpio ni vibrante. Era un tono gastado, opaco, como si alguien hubiese encendido una vela detrás de su cuello y luego hubiera olvidado apagarla.

El halo latía con pulsos irregulares, casi con esfuerzo. Y entonces, sin que ella lo buscara, un pensamiento apareció. No como una idea, ni como un presentimiento. Como un hecho: Está enfermo.

Se estremeció, no tanto por la posibilidad de que fuera cierto, sino porque ya lo había sentido antes. Y otras veces, había tenido razón. Había visto a una compañera con un halo plateado apagado, casi transparente, como si estuviera a punto de abandonar su lugar en el mundo. Esa misma tarde, su abuela había muerto. Otro día, la directora caminó por los pasillos envuelta en un rojo denso, sofocante. Al día siguiente, una maestra fue despedida sin explicación.

Ya no podía ignorarlo. Ya no eran alucinaciones, ni síntomas aislados. Veía los halos de las personas. Y los halos le hablaban. No con palabras, sino con formas y colores que sólo ella parecía entender.

Pero no eran hermosos. No eran etéreos como los de las películas. Algunos parecían heridas sin cerrar. Otros pulsaban con violencia, como si se aferraran al cuerpo que rodeaban. Había halos deshilachados, arrastrando jirones de sombra como fango emocional. Y luego estaban los otros. Aquellos que no tenían halo en absoluto.

Esas presencias vacías eran las que más miedo le daban.

—¿Vas a seguir mirando como enferma o vas a tomar apuntes? —susurró una voz seca a su lado.

Era una chica de cabello lacio y mirada hueca. Elena no sabía su nombre. No quería saberlo. No la miró, pero sí percibió su halo: rosa por fuera, podrido por dentro. Una mezcla de rencor y mentira. Bajó la vista y escribió cualquier cosa en su cuaderno. La tinta temblaba. Sus dedos también.

Durante el receso, se aisló en el rincón más lejano del patio cubierto. La lluvia caía con una regularidad hipnótica, como si alguien allá arriba tuviera un tambor de agua constante. En esos días grises, el mundo se sentía más tolerable. Más lento. Más honesto.

Hasta que la vio.

Una niña de no más de nueve años, empapada y descalza, de pie frente a la puerta del baño de mujeres. No parecía asustada. Solo inmóvil. Como si alguien la hubiese colocado allí después de que el mundo terminara.

Y Elena supo, sin cuestionarlo, que esa niña no pertenecía a ese lugar. No porque la reconociera. Sino porque no tenía halo.

Parpadeó. La niña seguía allí. Un segundo después, ya no.

Elena sintió el tirón en el estómago. Un vacío frío que descendió hasta el pecho como una cuerda que se tensa. No era miedo. Era resignación.

—Están siendo más claros —murmuró, sin mover los labios.

—Sí —respondió Elicia desde el centro de su mente. Su tono no era sorprendida. Era sereno. Casi triste.

—¿Tú la viste?

—La sentí. Está atrapada. Como muchos. Como yo.

—¿Y por qué viene a mí?

—Porque tú puedes verla.

Elena no dijo nada más. Observó la lluvia con la sensación de que el mundo se estaba deshaciendo delante de sus ojos. No por partes. No con drama. Con paciencia. Como si algo debajo de la superficie, invisible y lento, estuviera resquebrajándolo todo.

Ya nadie la saludaba. Los profesores evitaban decir su nombre en voz alta. Sus compañeros la rodeaban con una distancia que no era indiferencia, sino prevención. Como si tocarla pudiera contaminarlos. En casa, sus padres empezaban a tratarla con una mezcla de vergüenza y precaución. Como a una planta rota: regada por rutina, observada por culpa.

Al final de la jornada, cruzó el patio bajo una lluvia que ya no era romántica. Era densa. Pesada. Sus pasos chapoteaban en charcos, cada uno más profundo que el anterior. Estaba por cruzar el portón cuando una voz suave, delgada como hilo de plata, la detuvo.

—Oye.

Elena se giró.

Una mujer de cabello blanco y lacio, largo hasta la cintura, la observaba desde la reja del estacionamiento. No era profesora. No era madre de familia. Y nadie más parecía verla. Sus ojos eran tan pálidos que parecían hechos de luz reflejada en agua quieta.

—Tu alma está partida —dijo, con la calma de quien pronuncia un diagnóstico inevitable.

Elena se quedó congelada.

—¿Qué… qué dijo?

—Tú lo sabes. Dos voces en una garganta. Dos recuerdos en un solo cuerpo. Una vida que no es solo tuya.

Parpadeó. Y la mujer ya no estaba.

—¿La conoces? —susurró en su mente.

—No —respondió Elicia, su voz más tensa de lo habitual—. Pero no está viva.

—¿Era un espíritu?

—Era… algo más. De los que cruzan El Velo con permiso. O con poder.

Esa noche, Elena no pudo dormir.

Cerraba los ojos y veía halos flotando en la oscuridad. Algunos temblaban como llamas. Otros goteaban como tinta espesa. Algunos la observaban desde dentro.

Su mente era un campo de estrellas rotas.

Y entre esas luces... algo más brillaba. Una figura dorada. El reflejo de sí misma.




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