Elena.
Elena no recordaba haber dormido.
Y sin embargo, despertó con la certeza de haber recorrido kilómetros dentro de su mente. Cada músculo estaba tenso, como si hubiera peleado en sueños contra algo sin forma. Sus huesos dolían, no como un golpe, sino como un eco que venía de otra vida. Permanecía quieta, sobre las sábanas frías, con los ojos abiertos ante una habitación que se sentía lejana.
El aire era denso. Inmóvil. El espejo, una vez más, empañado, aunque afuera no hiciera calor ni dentro hubiera humedad. Y en la esquina, una sombra. Inmóvil. Sin rostro. Doblando su figura sobre sí misma, como si esperara permiso para existir.
Elena no gritó. Ya no lo hacía. Solo la observó.
—¿Estás despierta? —susurró, sin mover los labios.
—No le hables —advirtió Elicia, esa voz firme en lo más hondo de su conciencia.
—Pero me mira…
—No. Solo siente que tú puedes verla.
La figura no se desvanecía. No respiraba, pero tampoco era estática. Era presencia. Era peso. Y algo dentro de Elena respondió como un tambor golpeado desde adentro. Una vibración detrás de los ojos, un pulso nuevo y ajeno.
El aire pareció espesarse. La presión le recorrió el pecho como una mano invisible que buscara arrancarle algo. Se llevó una mano al corazón.
Algo crecía allí. Algo que no debía estar.
En la cocina, el ambiente no era diferente. La mesa tenía el mismo orden milimétrico de todos los días. Su padre leía el periodico. Su madre le tendió una taza de café sin mirarla, el brazo extendido como un acto automático.
Era el mismo gesto de siempre, pero ya no estaba vivo.
Elena sostuvo la taza. El calor era falso. No traspasaba la cerámica. Ni su piel.
—Hoy no hay psicólogo —dijo, solo para romper el silencio. Su voz sonó más joven de lo que esperaba.
—Lo sé —dijo su madre, con los ojos hundidos en la nada—. Pero deberíamos volver.
Elena apretó los labios. Luego la mandíbula.
—No estoy enferma.
Su padre resopló, pasó de página. El sonido fue más fuerte de lo necesario. Luego habló, sin dejar de leer.
—Entonces, ¿qué eres?
Las palabras cayeron como monedas oxidadas al suelo. No fue una pregunta. Fue un veredicto. Elena bajó la mirada. El comentario no le dolió. Le dolió lo que le provocaba: la idea de que tal vez no tenía una respuesta.
La taza tembló en sus manos.
Elicia se alzó dentro de ella como una llama que no quemaba, pero advertía.
—Respira —susurró—. Si te rompes, yo no podré sostenerte.
Elena soltó el aire. Soltó la taza. Y levantó los ojos.
Por un instante —solo uno—, el halo de su padre desapareció.
Nada.
Un hueco.
Un silencio demasiado perfecto.
Se levantó y se fue sin decir una palabra más.
En el camino a la escuela, los halos eran más intensos que nunca. Las personas brillaban. Vibraban. Un halo tembloroso, como una linterna rota, rodeaba a una mujer frente a ella: miedo. Un niño en bicicleta arrastraba uno naranja brillante: alegría. Pero un hombre en la parada del autobús…
Su halo era rojo. Oscuro. Agrietado, como si algo dentro se estuviera rompiendo en pedazos.
Cuando sus miradas se cruzaron, Elena sintió un hilo helado recorrerle la columna.
—No lo mires tanto —advirtió Elicia con dureza.
—¿Qué pasa si lo hago?
—Podrías abrir algo que no estás lista para cerrar.
El baño de la escuela era un santuario sin paz. Los espejos ya no devolvían certezas.
A veces parpadeaban antes que ella. A veces tenían una expresión que no le pertenecía. Ojos huecos. Rostros con un segundo de diferencia. Y a veces… otras presencias.
Esa tarde, apareció una mujer. De espaldas. Cabello mojado. Vestido desgarrado. En el reflejo, pero no en la realidad. Como una foto rota que alguien intentaba volver a proyectar.
No se movía. No hablaba.
Hasta que susurró.
—Ayúdame.
No fue un sonido. Fue una vibración dentro del pecho de Elena, como si la voz hubiera nacido entre sus costillas.
Sintió el frío treparle por la espalda. Se acercó.
—¿Qué necesitas?
—No lo hagas —insistió Elicia—. No sabes qué es. Podría arrastrarte.
—Está llorando.
—Y tú no eres su salvadora. No sola.
Esa noche, Elena soñó con gritos.
Pero no eran suyos. Ni sueños. Eran memoria en carne que no le pertenecía.
Vagones de tren. Pies descalzos sobre metal. Números marcados en la piel. Idiomas que nunca aprendió. Un pasillo gris. Y una puerta que se cerraba desde afuera.
Despertó llorando. Y no sabía por qué.
—¿Eres tú?
—Sí —respondió Elicia, su tono más frágil que de costumbre.
—¿Eso era tu vida?
—Una parte. Lo que importa es lo que hiciste tú cuando yo caí. Me dejaste entrar. Me salvaste.
—¿Y ahora?
—Ahora… me toca devolverte el favor.
En la escuela, algo había cambiado.
No afuera. Adentro.
Elena sentía las emociones de los demás como tinta filtrándose en agua. La angustia de una compañera apretando el lápiz contra el cuaderno. La tristeza contenida del maestro, desplazando íconos en la pantalla de su celular. La envidia sucia de otra alumna, como un cuchillo detrás del ojo.
Y entonces, una risa. Ligera. Falsa.
Se giró. Un chico reía mientras negaba algo con la mano. Y su halo… cambió.
De amarillo suave a un gris verdoso. Un color espeso, como mentira revelada.
—Mentira —susurró Elena.
—Exacto —dijo Elicia—. Estás empezando a entenderlo.
—¿Esto es magia?
—No.
Elicia hizo una pausa. Y luego:
—Esto es ver el alma.
Y entonces, Elena comprendió algo que la dejó sin aliento.
¿Y si los halos cambian justo antes de que alguien muera?
No supo de dónde vino la pregunta. Solo que era real. Que tenía peso.