Ecos de una Constelación Rota

Capítulo 5 - El lenguaje oculto del alma.

Elena.

Elena caminaba entre sombras, aunque el día estuviera claro.

Las hojas secas crujían bajo sus zapatos mientras bordeaba la banqueta de regreso a casa. Llevaba puestos los auriculares, pero no había música. Solo silencio, fingido, forzado, mientras el mundo a su alrededor latía con una intensidad que ya no podía ignorar. Desde hacía semanas, cada paso por la ciudad era una sinfonía muda de emociones ajenas: colores flotando sobre las cabezas, vibraciones invisibles marcando el pulso de una humanidad que parecía no saber que estaba siendo observada.

Los halos ya no eran solo luces vagas. Ahora vibraban. Emitían pulsaciones. Algunas suaves, como suspiros contenidas. Otras, agudas, como alarmas desgastadas por el uso. Elena había empezado a notar patrones. El azul claro se encendía en los niños cuando reían. El gris ceniza flotaba sobre los ancianos que miraban más al suelo que al cielo. El verde amarillento temblaba alrededor de quienes mentían con naturalidad, con la destreza pulida de quienes han practicado la falsedad durante años.

Y el rojo…

El rojo la seguía como una amenaza silenciosa.

Lo había visto en su padre, en algunos compañeros de clase. Una vez, lo había visto en sí misma. Justo antes de que un espejo se agrietara con solo su mirada. Fue entonces cuando entendió que ya no era una espectadora de aquel lenguaje. Lo estaba absorbiendo.

Desde hacía dos semanas, escondía un cuaderno entre las páginas de una vieja enciclopedia. Un mapa secreto. Allí anotaba colores, nombres, emociones. Dibujaba contornos de halos como si fueran constelaciones rotas, intentando rastrear su lógica. No era un idioma con letras. Era ritmo. Color. Pulso. Algo vivo.

No sabía qué veía exactamente, pero algo en su interior lo comprendía: el alma tenía un lenguaje. Y ella… ella comenzaba a descifrarlo.

Al llegar a la esquina antes de su casa, se detuvo. Un charco se extendía sobre el pavimento, turbio y denso. El cielo estaba despejado, pero el agua aún retenía la sombra de la lluvia. Se inclinó para evitar pisarlo.

Y entonces lo vio.

No en el agua. Dentro de ella.

Una figura emergía en el reflejo. Delgada, alargada, como hecha de humo espeso. Sin rostro. Sin ojos. Pero la miraba. Su presencia era tan pura que no necesitaba gestos para hacerse entender. Lentamente, alzó la cabeza, como si despertara desde lo profundo de un mundo al que no pertenecía.

Elena se congeló.

No podía retroceder. Las piernas se volvieron raíz. El aire colapsó. Ni en sus pulmones. Ni en el cielo. Todo se volvió presión. Silencio.

La figura comenzó a sobresalir del reflejo sin romperlo, como si perforara una membrana entre realidades. Las farolas titilaron. El viento se volvió hielo.

—Corre —dijo Elicia, su voz cortando la atmósfera como una orden directa al alma.

Y Elena obedeció.

Giró. Corrió sin mirar atrás. El barro salpicaba sus tobillos. El pulso golpeaba su cuello como un tambor de guerra. No supo cuánto tiempo había pasado hasta que llegó a casa y cerró la puerta con un golpe sordo. El mundo entero pareció apagarse. Jadeaba. Tenía el rostro empapado de lágrimas que no recordaba haber llorado.

Se dejó caer contra la madera, el corazón tropezando dentro del pecho. Las manos heladas.

Sabía lo que había visto.

No era una ilusión. No era una sombra. Ni una imaginación cansada.

Algo del otro lado estaba intentando cruzar.
Y lo había hecho a través de ella.

Esa noche no encendió la luz. Se sentó en la cama, abrazando las rodillas, el cuerpo aún tembloroso. Afuera, las estrellas titilaban con una inquietud que no pertenecía al cielo. Elena las observó como si esperara que alguna se moviera. Como si quisieran decirle algo.

Cerró los ojos.

Y lo sintió.

Un calor tenue, envolvente, familiar. Como una presencia que no venía desde fuera, sino desde dentro. Algo que la recorría con la delicadeza de quien limpia una herida. Una imagen —no suya— surgió dentro de ella como una memoria prestada.

Flotaba. No había suelo. No había cielo. Solo un mar de luces suspendidas. Las estrellas no eran fijas. Latían. Se movían. Algunas eran líneas doradas que se entrelazaban como lazos vivos. Constelaciones palpitantes. El espacio giraba con la cadencia de una respiración enorme.

En el centro, erguida, hecha de cristal y fuego, estaba Elicia.

No como una sombra. No como una voz.
Como ella misma.

—Esto es Astralis —dijo Elicia con calma—. Aquí viví después de morir. Aquí protegí lo que quedaba de los que aún no terminaban su ciclo.

Elena dio un paso. No supo cómo. Solo que lo hizo. No había gravedad, solo conciencia. Una sensación de moverse con el alma, no con el cuerpo.

—¿Por qué estoy viendo esto?

—Porque estamos unidas —respondió Elicia—. Porque necesito que entiendas por qué no puedo irme.

Había ternura en su rostro. También dolor. Un dolor antiguo, noble. El tipo que se lleva sin hablar, como los que han perdido demasiado.

—Caí en ti cuando eras niña —continuó—. No debí hacerlo. Pero tú me dejaste entrar. Me abriste la puerta.
Y eso hizo que tu alma creciera demasiado rápido. Ahora ves cosas que ningún humano debería ver.
Sientes cosas que no puedes comprender. Y eso… te rompe.

Elena tembló. No de miedo. De reconocimiento.

—¿Quieres curarme?

—Quiero protegerte —dijo Elicia. Su voz se volvió firme. —Y para hacerlo… necesito volver a ser lo que fui.

Las estrellas latieron todas al mismo tiempo. Un eco cósmico. Los hilos dorados se deshacían como seda quemada. Astralis comenzó a desvanecerse.

Elena volvió a caer.

Despertó en su cama. Empapada en sudor. La respiración entrecortada. La piel helada, como si una ola invisible la hubiera arrojado de nuevo a su cuerpo.

Afuera, el viento sacudía las ramas. El espejo, intacto, le devolvía su reflejo.




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