Ecos de una Constelación Rota

Capítulo 6 - La noche que no termina.

1987

Violeta.

El suelo estaba frío.

El aire, denso. Viejo.

El olor a flores marchitas flotaba en la habitación como un recuerdo que se negaba a morir.

Violeta despertó otra vez.

De pie frente al tocador. Siempre frente al tocador. La lámpara amarilla derramaba una luz sucia sobre el espejo. Su reflejo temblaba, no por el cristal, sino por ella. Por lo que aún no recordaba. Por lo que cada noche olvidaba.

Llevaba puesto su vestido favorito: azul, con encaje en las mangas. No sabía por qué. Nunca lo sabía. Solo que cada noche comenzaba igual.

El reloj, sobre la cómoda, marcaba las 22:36.

El segundero no se movía. Nunca lo hacía.

Pero ella escuchaba el tic-tac.
Tic. Tac. Tic. Tac.

Siempre hasta el minuto cuarenta y tres.

Miró sus manos. Temblaban. Las uñas intactas. Los dedos delgados, inofensivos. Pero algo en su piel parecía postizo, como si llevara puesto su cuerpo y nunca terminara de acostumbrarse.

El espejo devolvía su imagen con un leve desfase. No era miedo lo que veía. Ni tristeza. Era advertencia. Como si su reflejo supiera lo que su memoria insistía en borrar.

Entonces, en la habitación contigua, una risa baja rompió el aire. Masculina. Familiar. La clase de sonido que antes había amado y que ahora… no comprendía.

Violeta giró el rostro, conteniendo la respiración. Pero sus pies no se movieron. Estaban clavados al suelo como raíces muertas. Como si el tiempo mismo la encadenara.

Una puerta se cerró. Luego, pasos. Luego… ese silencio denso que ya conocía demasiado bien.

El aire se espesó.

La lámpara parpadeó.

Su reflejo dejó de seguirla. La imagen se fracturó. No el cristal. Ella.

El tiempo se dobló, como una cinta de tela vieja.

Y una voz emergió del vacío, susurrando tan cerca que sintió el aliento fantasma sobre su piel:

—Siempre tan bonita…

Violeta giró.

Demasiado tarde.

Las manos rodearon su cuello con la precisión de un gesto ensayado. No eran nuevas. Las reconocía por el peso, por la presión exacta, por el olor que las acompañaba.

No gritó.
No se defendió.
No pudo.

Su cuerpo se rindió como lo había hecho tantas veces. El perfume —una mezcla de madera húmeda y colonia antigua— se metió en su garganta. El mundo se desdibujó. Su visión vibró. La lámpara se apagó. Las sombras se estiraron, deformándose como monstruos en el borde de la conciencia.

Y entonces… murió.

Otra vez.

Pero no desapareció.

No descansó.

Despertó.

De pie. Frente al tocador.

El reloj marcaba las 22:36.

El tiempo había vuelto.

No sabía cuántas veces había vivido esa noche.

Solo sabía que cada una era distinta en su repetición.

Porque cada vez, recordaba menos… pero sentía más.

Como si su mente le quitara los rostros, los gestos, los nombres. Todo. Menos el dolor.

Y cada vez, algo dentro de ella gritaba con más fuerza.

Pero esa noche… algo cambió.

Un ruido. Distinto.

Un golpe seco detrás de la pared, fuera del compás conocido. Como si otra puerta —no de esa casa, sino de otro plano— se hubiera cerrado.

Y una voz.

No era la del hombre que la mataba.

Era suave. Firme. Lejana.

—Recuerda.

El espejo tembló.

Violeta dio un paso hacia él. Su reflejo no se movió.

Pero el aire sí. Vibró. Se dobló como papel al fuego.

La lámpara osciló. La sombra en su rostro se movió antes que ella.

Y entonces… lo vio.

No al asesino. No aún.

Pero algo.

Una silueta envuelta en el mismo perfume que solía amar. Una sombra con la forma exacta de una sonrisa que alguna vez fue refugio.

El suelo pareció inclinarse.

La habitación giró.

Violeta parpadeó.

Y por un instante, no estaba en su cuerpo.

El vestido azul ya no cubría su piel. Las paredes eran otras. Más luminosas. Más falsas. Su piel más joven. Su cabello más largo.

El cuerpo que cayó al suelo no era el suyo actual. Era una versión anterior.

Una chica con flores en el cabello. Con esperanza en los ojos.

Y junto a ella… él.

Su esposo.

La miraba con ternura.
Le acariciaba el rostro.
Le decía que la amaba.

Y luego… la ahorcaba.

No gritó.
No se defendió.

Solo cayó.

Otra vez.

Pero esta vez… recordaba.

La traición no vino de un extraño.

No fue un robo.
Ni un accidente.

Fue amor.
O eso creyó.

Fue confianza.
O eso fingió.

Y esa fue su condena.

Cuando volvió a abrir los ojos —por primera vez sin morir—, el reloj marcaba las 22:47.

El segundero avanzaba.

Un segundo. Luego otro. Y otro más.

Por un instante, el tiempo respiró con ella.

Elena alzó la vista.

En el espejo, su reflejo la observaba.

Y sonreía.

No con alegría.

Con rabia.

Rabia lúcida.

Las sombras en la habitación ya no se movían por él.

Se movían por ella.




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