Ecos de una Constelación Rota

Capítulo 7 - Lo que no muere, renace con cicatrices.

Violeta.

La noche olía a metal oxidado.

Violeta sabía que al llegar a este punto del sueño, todo volvía a comenzar: el espejo empañado, el vestido azul, el reloj detenido en las 22:36. Cada elemento era parte del rompecabezas maldito que el universo se negaba a desarmar. Solo que esta vez, el aire no era el mismo. Había algo en la atmósfera que parecía… contenido. Como si el tiempo hubiese retenido el aliento. Como si el ciclo que la mantenía atada hubiese crujido, apenas, en una de sus esquinas.

Parpadeó frente al espejo.

No vio su reflejo.

Se giró con lentitud. La lámpara amarilla derramaba una luz temblorosa sobre la alfombra, como una vela al borde de apagarse. Pero detrás de ella… no estaba su asesino. Ni una sombra. Era otra cosa.

Una mujer se erguía en medio de la habitación. Alta, inalterable, envuelta en una túnica oscura bordada con diminutos destellos, como si llevara el firmamento cosido a la piel. En sus ojos no había iris ni pupilas, sino estrellas en movimiento. Y en su pecho, brillaba una marca: una estrella de cinco puntas encerrada en un círculo de plata.

—¿Eres… un ángel? —susurró Violeta, sintiendo cómo su voz se hacía más pequeña que nunca.

La mujer negó con lentitud, con una calma que no era humana.

—Soy una guardiana del Firmamento. Pero puedes llamarme como quieras. No he venido a salvarte, Violeta. Solo a ofrecerte una salida.

Violeta no se movió. No era un sueño. Su cuerpo lo sabía. No era miedo. Era ancestral.

—Estoy muerta.

—Estás atada —corrigió la guardiana, sin dureza—. Muerta es lo que viene después de que el alma se libera. Pero tú no lo hiciste. No supiste cómo.

—Él me mató.

—Y tú nunca lo soltaste.

Las palabras cayeron como agua helada sobre su espalda. Violeta sabía que eran ciertas. El dolor, la rabia, la traición… seguían vivos porque ella los sostenía como una prueba, como si soltarlos significara olvidarse de sí misma.

La guardiana no se movía. Pero la habitación sí. Las sombras pulsaban. La lámpara titilaba. El tiempo parecía inclinarse para escuchar.

—¿Y si no quiero reencarnar?

—Entonces seguirás reviviendo tu muerte cada noche.
El mismo cuarto.
El mismo aliento en tu cuello.
El mismo silencio antes del final.

Violeta se quedó sin palabras al escucharla.

—Pero si aceptas… puedes regresar. Con cuerpo nuevo. Alma intacta. Memoria completa.

La voz no era dura. Era la verdad sin adornos.

—No será fácil —añadió la guardiana—. Lo que has vivido te seguirá. Vivirá contigo. Pero esta vez… tú tendrás poder sobre ello.

Violeta bajó la mirada.

Quiso decir que no. Que el mundo le había fallado, que nadie llegó a tiempo.
Pero algo dentro de ella —algo que fue niña, que fue mujer, que fue sombra— gritaba por volver a respirar.

Los recuerdos se agolparon como cuchillas dentro de su mente:

El perfume en la habitación.
Las manos alrededor de su cuello.
La voz que alguna vez fue promesa.
La eternidad que le juró.
Y que cumplió.

—Acepto —dijo, y su palabra tembló sobre la lámpara.

La guardiana asintió, con la lentitud de quien sabe que esa decisión llevaba siglos latiendo. Extendió la mano.

Violeta la tomó.

Una luz surgió entre sus palmas. No era cálida. No era fría.
Era antigua.
Dolía como la verdad.

La habitación se sacudió. El espejo estalló en mil fragmentos que no cayeron al suelo.
Y entonces… la oscuridad se convirtió en carne.

Despertó con un grito seco.

Pero no en su habitación. Ni en su casa.

Estaba en una cama desconocida, bajo una sábana gris.
Su cuerpo se sentía nuevo.
Y viejo al mismo tiempo.

Respiró hondo. Los pulmones funcionaban con torpeza, como si nunca antes hubieran contenido vida. El aire olía a desinfectante. A polvo. A nacimiento.

La luz del sol entraba por la ventana con una crudeza distinta.
No era sueño.
No podía serlo.

Sus manos temblaban. La piel era distinta.
Más firme.
Más viva.

Pasos se acercaban desde el pasillo.
La puerta se abrió.

Una mujer con bata blanca, de rostro cansado y gesto contenido, entró con una carpeta entre las manos.

—¿Violeta? ¿Puedes oírme?

Ella no respondió.

Los recuerdos eran jirones. Fragmentos de otra vida que golpeaban desde adentro, buscando encajar en esta. Pero sabía que era ella.

Sabía que había vuelto.

Y aunque aún no supiera cómo seguir adelante, comprendía que lo que no muere…

renace con cicatrices.




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