Ecos de una Constelación Rota

Capítulo 8 - El eco bajo la piel.

2010

Violeta

Desde afuera, la vida de Violeta era perfectamente normal.

Estudiaba en una universidad pública, compartía departamento con una compañera callada que no hacía preguntas, comía en el comedor cuando le alcanzaba el tiempo, y pasaba sus tardes entre libros y audífonos. Tenía veintidós años. Su expediente estaba limpio. Su salud, estable. Sus notas, regulares.

Era como cualquier otra chica.
O eso parecía.

Su nueva familia —la que la había criado desde la infancia— le dio techo, educación, afecto suficiente para crecer sin grandes vacíos. Nadie hablaba de su pasado. Nadie preguntaba.
Ni siquiera ella.

Había aprendido a llenar el silencio con rutinas, a cubrir los huecos con tareas, a silenciar sus pensamientos con música. Había aprendido, también, a no recordar el por qué a veces despertaba gritando, ni qué significaba ese nudo en el pecho que aparecía sin motivo.

Hasta que los sueños dejaron de parecer sueños.

Todo comenzó con una flor.

Una orquídea blanca, pequeña, perfecta, apareció una mañana sobre su escritorio. No había nota. Nadie confesó haberla dejado. Solo un tallo húmedo y ese perfume espeso, guardado en la memoria de otro tiempo. El olor era denso.
Inquietante.
Antiguo.

La miró largo rato antes de arrojarla al cesto de basura. Pero el aroma la siguió durante todo el día. Se aferró a su ropa. Se filtró en su respiración. En su sombra.

Esa noche, soñó.

Soñó con esa habitación que olía a madera vieja y jabón barato.
Soñó con el espejo manchado.
Con ese vestido azul.
Con un reloj detenido a las 22:36.
Soñó que moría.

Y no era la primera vez.

Desde entonces, el sueño cambió.
Ya no era fragmento.
Era presencia.

Una memoria pasada.
Pero con heridas abiertas.

Violeta empezó a despertar con el cuerpo enredado en las sábanas, el pecho contraído, las manos heladas. A veces recordaba fragmentos: una lámpara temblorosa, una risa baja, un reflejo que no era suyo. Otras veces, solo sentía el rastro de unas manos invisibles en su cuello.

Los espejos comenzaron a incomodarla.

A veces sentía que alguien estaba detrás de ella.
A veces su reflejo tardaba en moverse.
A veces no le devolvía la misma expresión.

Una tarde, en los baños de la facultad, notó que el aire era más denso. Se lavó las manos. Al alzar la vista, su rostro la miraba desde el espejo. Era el mismo… pero no. Había algo distinto en sus ojos. No estaban vacíos, ni tristes.
Estaban expectantes.

Se quedó allí.
Inmóvil.
Hasta que una compañera entró al baño y la sacó del trance con una pregunta que no registró. Violeta parpadeó, murmuró algo incomprensible, y salió sin mirar atrás.

Al día siguiente, otra orquídea la esperaba sobre el escritorio.
La tiró sin tocarla.

Una noche, se encontró llorando en el baño sin razón.
No estaba triste.
No estaba herida.
No estaba sola.

Pero el eco la envolvía como un recuerdo empapado.

Comenzó a notar cosas.

Sus manos temblaban cuando pasaba cerca de ciertos hombres.
Sentía náuseas con algunos perfumes.
El contacto físico inesperado la tensaba.
Las voces suaves la alteraban más que los gritos.
Le molestaban las puertas sin seguro.
Y la oscuridad.

Las risas demasiado suaves la hacían estremecer.

Había gestos que reconocía sin contexto.
Palabras que le erizaban la piel sin saber por qué.
Y, a veces…
sentía que alguien la observaba.

Una noche, mientras regresaba al departamento, escuchó pasos que no eran suyos. Se detuvo. Giró.

Nada.

Siguió caminando. El cielo no tenía luna. El aire era gélido, a pesar de la primavera. El silencio era espeso.

Pasó junto a una vitrina.

Por el rabillo del ojo… se vio.

Pero el reflejo no coincidía.

Su rostro era más pálido.
Sus ojos… lloraban.

Giró con fuerza.

Nada.

Pero esa noche, soñó con una risa.

No era burla.

Era íntima.
Familiar.

Una risa que, en algún tiempo remoto, había amado.

Y entonces lo vio.

El hombre que había una vez amado.

Sin rostro.

Pero con su voz.

La voz que la llamaba “mi vida”.

Despertó con las uñas clavadas en las palmas.
La garganta cerrada.
La respiración cortada.
El alma, trizada.

Sabía que él la seguía.
No afuera.
Dentro.

Violeta se levantó. Caminó hasta el baño. Encendió la luz.

El espejo la miró.
Y ella lo miró de vuelta.

Por un instante, creyó ver dos versiones de sí misma:
Una rota.
Y otra que gritaba desde adentro, golpeando el cristal.

No sabía por qué.

Pero lo sentía.

Algo la estaba esperando.
Y ese algo…

había sido parte de su muerte.




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