Violeta
La mañana comenzó como otras: sin sobresaltos ni drama. La ducha tibia despejando lo justo. Café sin azúcar, como si el amargor fuese necesario para iniciar. Y ese silencio entre dos personas que no necesitaban llenarlo. Violeta hojeaba un cuaderno académico mientras su compañera Laura calentaba avena en el microondas. La luz sobre ellas parpadeaba levemente. No era un evento digno de atención, salvo que llevaba dos semanas haciéndolo, siempre a la misma hora, como si el tiempo también jugara con su cordura.
—¿Dormiste algo? —preguntó Laura sin voltear, como si el tono pudiera suavizar la carga.
—Lo necesario —respondió Violeta con la calma de quien ha hecho del autocontrol su muro.
—¿Y soñaste?
El sonido metálico de la cuchara golpeando el tazón interrumpió el aire por un momento. Violeta no respondió de inmediato. Cerró el cuaderno con cuidado, como si al hacerlo sellara pensamientos que aún no quería compartir. Se sirvió más café y dejó que el vapor le cubriera la cara antes de contestar.
—No tengo tiempo para analizar sueños —dijo al fin, con voz seca.
Su compañera sonrió, sin forzar la conversación.
—A veces pareces… como si llevaras mucho más encima de lo que dices.
—Eso es porque lo hago.
—¿Te molesta que lo note?
—No. Pero tampoco necesito que lo intentes entender.
Se impuso un silencio denso, casi cómodo. Ambas lo respetaban, sabían convivir con él. Era el tipo de pausa que no pedía explicaciones, solo un acuerdo implícito de cuidado.
En la universidad, Violeta se movía como una sombra con dirección. Sus pasos eran seguros, pero nunca ruidosos. No era arrogante, era estratégica. No tocaba. No permitía ser tocada. Parecía esperar algo. Algo que no tenía forma, pero que el cuerpo reconocía como inminente.
A mediodía, en la fila del comedor, sintió su mundo quebrarse. Un hombre se colocó detrás de ella. Alto, elegante. Voz suave. No era su asesino. No físicamente. Pero entonces lo olió.
El perfume.
Esa maldita esencia. Amaderada. Dulce. Cálida. Un aroma enterrado por la lógica, pero que su alma había guardado como una alarma.
La reacción fue involuntaria: hombros rígidos, piel a flor de sensibilidad, estómago apretado. Una electricidad antigua le recorrió la columna, y de pronto todo se desdobló.
Ya no estaba en la fila. Ya no era estudiante.
Estaba en su sala. Luz tenue. Mesa puesta. Botella abierta. Él servía vino con una sonrisa que parecía diseñada para complacer.
—A tu sonrisa —decía, como si sus palabras fuesen seda—. A nosotros.
La copa tintineaba. Ella reía. Reía como si el amor fuera aún seguro.
Pero entonces la mirada cambió. La voz bajó. La sonrisa se volvió cálculo. Y después… la mano. El forcejeo. El miedo. La traición. El amor convertido en sentencia.
La bandeja cayó al suelo. Los murmullos alrededor apenas la rozaban. Alguien preguntó si estaba bien. Violeta no respondió. Caminó fuera del comedor sin mirar atrás, como si huir fuera todavía una opción.
Esa noche, frente a la computadora apagada, la pantalla reflejaba su rostro a medias. Su compañera entró con pasos suaves, cargando una taza con algo caliente.
—¿Quieres té?
—No.
—¿Estás bien?
—Sí.
—No lo pareces.
Violeta giró apenas. Sus palabras salieron como flechas sin emoción.
—Tú tampoco, cuando te muerdes la lengua para no seguir hablando.
La otra se sonrojó, pero rió. No con burla, sino con alivio.
—Supongo que ambas somos expertas en eso.
No hubo incomodidad. Sólo pausa. Cuidada. Contenida.
Violeta se recargó en la silla, mirándola con una mezcla de respeto y distancia.
—No tengo una historia que contar.
—No la estoy pidiendo.
—Solo digo que si alguna vez me ves actuando raro… no estás imaginando cosas.
—Y si alguna vez tú me ves actuar como idiota… probablemente sí lo estoy siendo.
Ambas rieron. Brevemente. Como si el sonido fuese algo robado que decidieron compartir.
Esa madrugada, el ambiente cambió. El aire era distinto. Más espeso. El silencio no descansaba.
Violeta se levantó, no por insomnio, sino por esa vibración que no era humana.
Él estaba ahí.
No como recuerdo ni como sueño.
Como presencia.
Una sombra parada junto a la ventana.
Sin rostro, sin voz. Pero Violeta no necesitaba ninguno. Lo reconocía por su esencia: ese silencio cargado, ese olor que no moría, esa maldita vibración que no se diluía aunque cambiaran los años.
Él no hablaba. No hacía falta.
El miedo sabe comunicarse sin palabras.
Violeta avanzó sin encender la luz. El corazón golpeaba en su pecho como un tambor encerrado, pero no retrocedió.
—No soy la misma que mataste —susurró—. Y tú tampoco eres más que una sombra.
La figura se desvaneció.
No huyó. Pero algo la hizo sentir como si hubiera prometido volver.
Violeta regresó a la cama. No durmió.
Pero esta vez no tembló.
Porque entendía algo que antes no veía: lo que la perseguía no buscaba redención.
Buscaba posesión.
Y ella… no iba a ceder.