Violeta
El olor a café quemado llenaba la pequeña cocina del departamento. Afuera, el cielo amanecía cubierto de nubes bajas que parecían aplastar los edificios, como si el día no quisiera comenzar. Violeta se había acostumbrado a los silencios largos de la ciudad a esa hora, cuando el tráfico aún no despertaba del todo y los vecinos se movían como sombras entre pasillos y escaleras. Era en ese intervalo, entre la noche y la rutina, donde el mundo parecía más vulnerable.
Laura, su compañera de departamento, estaba sentada frente a la mesa, hojeando un cuaderno lleno de apuntes con letra apretada. Tenía el cabello recogido en un moño flojo y un lápiz entre los dientes. Violeta, aún en pijama, dejó su taza sobre la mesa y se sentó frente a ella, observando el vapor que se elevaba como una señal tenue.
—Otra vez estudiaste hasta tarde —dijo, no como reproche, sino como una forma de estar presente.
—Examen de fisiología —respondió Laura con un suspiro—. No me sé la mitad de lo que entra.
Violeta la miró unos segundos antes de hablar. No solía interesarse en conversaciones banales, pero últimamente sentía la necesidad de mantener algunos hilos con el mundo “normal”, como si eso pudiera anclarla a algo más que sus recuerdos.
—No te desgastes. A veces es peor sobrecargarse.
—¿Consejo de veterana universitaria? —preguntó Laura con una sonrisa cansada.
—Consejo de alguien que sabe que la mente también se rompe si no descansa.
Laura dejó el lápiz sobre la mesa y la observó con curiosidad.
—Tú siempre hablas como si ya hubieras vivido todo.
—Quizá porque ya lo hice —respondió Violeta con una calma que no pedía explicación.
El silencio volvió, pero esta vez con una textura distinta. No era incómodo. Era respetuoso.
Mientras bebía un sorbo de café, un zumbido sutil le atravesó el oído izquierdo. Fue un sonido breve, casi imperceptible, pero lo reconoció: esa vibración baja que precedía al frío en el pecho. Sin mirar hacia la puerta, supo que alguien estaba al otro lado del pasillo.
Laura se levantó para ir por más agua caliente, y fue entonces que Violeta lo vio. Un hombre de traje oscuro cruzó frente a la puerta abierta de la cocina. No giró la cabeza, no hizo contacto visual, pero el aire que dejó tras de sí se volvió denso, como si absorbiera la luz. No era el peso común de un extraño en el edificio. Era ese tipo de densidad que la Guardiana le había descrito: la marca de alguien que ha lastimado antes… y volverá a hacerlo.
No necesitaba verlo dos veces. El halo —si es que se le podía llamar así— no brillaba; se arrastraba como una sombra pegada a su piel. Un negro espeso que parecía devorar el pasillo.
Violeta lo siguió con la mirada hasta que desapareció en la escalera.
—¿Qué pasó? —preguntó Marina al volver con la tetera.
—Nada —respondió Violeta, retirando la vista, aunque su mano seguía cerrada sobre la taza con fuerza—. Creí haber visto algo.
Esa tarde, al regresar de clases, Violeta tomó un camino distinto. Algo en su interior la empujaba hacia la calle trasera, donde los edificios quedaban más separados y los muros estaban cubiertos de grafitis viejos. El viento olía a humedad y a papel mojado. Fue allí donde lo vio.
No al hombre del pasillo.
A otro.
O mejor dicho… a otra cosa.
Un niño estaba sentado en la acera, con las rodillas dobladas y la mirada fija en un charco. No tendría más de siete años. Violeta se detuvo a unos pasos y lo observó.
—¿Te perdiste? —preguntó.
El niño levantó la cabeza lentamente. Sus ojos eran grises, casi blancos, y su piel tenía un matiz translúcido que confirmaba lo que ella ya sospechaba.
—Me dejaron aquí —dijo con una voz que no parecía de niño.
—¿Quién?
—Ellas —respondió, señalando con un dedo hacia un callejón oscuro—. Las que ven como tú.
Violeta sintió un latido extraño en el pecho.
—¿Otras como yo?
El niño asintió y sonrió con una expresión antinatural, como si sus labios no estuvieran acostumbrados al gesto.
—Te están buscando.
Antes de que pudiera preguntar más, el niño se desvaneció como humo.
Esa noche, Violeta intentó dormir, pero el aire de su habitación estaba distinto. Las cortinas se movían aunque no había viento, y un aroma se filtraba desde algún punto invisible: el mismo perfume que su asesino solía usar. Dulce. Persistente. Asfixiante.
Se levantó de la cama, encendió la luz y lo vio.
No era un recuerdo.
No era un sueño.
En la esquina de la habitación, una sombra con forma humana estaba quieta, observándola. No tenía rostro, pero sí hombros anchos, el contorno de una corbata, y una postura que reconocería en cualquier tiempo, en cualquier cuerpo.
—No has cambiado —susurró la voz, tan nítida que sintió el aliento rozarle el oído.
El bombillo parpadeó. Violeta retrocedió, chocando contra la mesa de noche. La sombra dio un paso, y el aire se volvió espeso, imposible de respirar.
Por un instante, no estuvo en su cuarto. Estuvo de nuevo en aquella habitación de 1987, con el reloj detenido en las 22:36 y sus manos intentando apartar unas que no cedían.
La luz volvió de golpe. La sombra había desaparecido.
Pero en la ventana, reflejada por el vidrio, otra escena sucedía: una joven desconocida, en una cama distinta, se incorporaba con los ojos muy abiertos. Violeta no sabía quién era, pero lo sintió.
Esa chica también lo había visto.
En algún lugar de la ciudad, Elena acababa de despertar, jadeando.