Elena.
La biblioteca pública del centro olía a polvo húmedo y tinta vieja. No era un lugar solemne ni silencioso como los que imaginaba en las universidades, pero tenía algo: una calma espesa, como si los libros guardaran secretos que nadie había tocado en años. Elena avanzaba por los pasillos con los dedos rozando los lomos, buscando en ellos un código escondido.
Había empezado a investigar con timidez, como quien juega a descifrar un sueño. Pero ahora era una urgencia. Llevaba semanas llenando su cuaderno secreto con diagramas de halos, anotaciones sobre emociones, y frases sueltas que Elicia le susurraba en sueños. No bastaba. Necesitaba más. Palabras que validaran que lo que veía no era locura. Una confirmación de que Astralis no era un invento de su mente rota.
El tomo que eligió era pesado, encuadernado en cuero gastado, con letras doradas que apenas se distinguían: Cosmologías y mundos paralelos. Lo dejó caer sobre la mesa con cuidado, abriéndolo con ansiedad. Las páginas crujieron como si despertaran de un largo sueño.
—Estás arriesgando demasiado —la voz de Elicia vibró en su interior, helada, atravesando su pecho como un escalofrío.
Elena apretó el borde del libro.
—No puedo detenerme ahora.
Pasó las páginas con rapidez, pero de pronto lo sintió: un cambio en el aire, un pulso invisible que no venía de ella. Alzó la vista.
A dos mesas de distancia, una joven escribía en silencio. Su cabello largo, lacio y rojo borgoña caía como una cortina que cubría parte de su rostro. Se movía con precisión, subrayando párrafos en un libro distinto al suyo, rodeada de textos sobre mitología y teología. No parecía parte del entorno habitual de la biblioteca: tenía la presencia de alguien que venía de otro mundo, más serio, más adulto.
El corazón de Elena golpeó con fuerza. La sensación crecía, y Elicia lo confirmó con un murmullo tenso:
—No la mires tanto. Hay algo en ella. Algo como tú.
Elena apartó la vista a la fuerza. Intentó concentrarse en el texto abierto frente a ella, pero sus ojos regresaban a aquella figura silenciosa. Cuando la muchacha levantó la cabeza por un instante, sus miradas se encontraron.
No hubo palabras. No hubo gestos. Solo un segundo en el que Elena sintió que aquella desconocida la reconocía, aunque jamás se hubieran visto. Un frío súbito recorrió la biblioteca. Una lámpara parpadeó en lo alto. Elena cerró el libro de golpe, sintiendo cómo la tensión de Elicia se desbordaba en su propio cuerpo.
—Vámonos ya —susurró la voz en su mente.
Sin pensarlo más, guardó sus cosas y se levantó. Pasó junto a los estantes, evitando mirar otra vez hacia aquella joven de cabello borgoña. El aire era demasiado pesado, como si algo las estuviera observando a ambas desde las sombras.
Violeta
El bolígrafo se le escapaba entre los dedos. Había estado escribiendo notas sobre teología comparada, pero lo sintió: un cambio en la atmósfera, una vibración extraña que no provenía de su memoria ni de los fantasmas de su pasado. Levantó la vista apenas un segundo. A lo lejos, una muchacha la observaba.
Violeta sostuvo la mirada lo suficiente para notar algo en ella: ese mismo aire de desajuste, como si también llevara una grieta oculta bajo la piel.
Era joven. Muy joven. No parecía universitaria. Pero había algo en su mirada que desentonaba con su edad: una urgencia, una herida que Violeta reconocía demasiado bien.
Regresó al cuaderno con rapidez. Fingió seguir leyendo, aunque su cuerpo ya estaba alerta. Entonces llegó el olor. No a flores, ni a madera vieja. Era un aroma distinto: metálico, agrio, como hierro recién expuesto al aire. La sensación le crispó la piel.
El aire se dobló entre los pasillos de estantes. Las sombras parecieron estirarse, hasta que distinguió una figura alargada, oscura, insinuándose en los bordes de su visión. No era tangible, pero su presencia apretaba su garganta como si fueran dedos invisibles.
No lo reconocía. No era un recuerdo. No era su asesino.
Era otra cosa.
Una presencia que la observaba con paciencia, como si la midiera. La risa contenida que rozó su oído no tenía rostro ni nombre. Era un sonido extraño, hueco, imposible de ubicar. Violeta cerró el cuaderno de golpe y lo guardó en la mochila. Se levantó con movimientos medidos, sin mirar a nadie, pero acelerando el paso hasta salir de la biblioteca.
En el ventanal del pasillo creyó ver su reflejo. No estaba sola. A su lado caminaba la silueta oscura que la seguía desde el interior mismo de la sombra. No lo apartó. No lo negó.
Pero tampoco se detuvo.
Sabía que el pasado la había marcado.
Lo que no sabía era que algo más antiguo —más oscuro— había empezado a fijarse en ella.