Helena no durmió esa noche. La llave oxidada descansaba sobre el escritorio, como un recordatorio inquietante de que no estaba sola en ese lugar. El susurro que había escuchado seguía resonando en su mente: “No vengas”. ¿Era una advertencia o una amenaza?
Cuando amaneció, una tenue luz gris se filtró a través de las cortinas de la habitación. Helena sabía que no podía quedarse en la posada. El mensaje de la carta era claro: tenía que ir a la casa vieja y descubrir qué secretos ocultaba. Guardó la llave en el bolsillo de su abrigo, agarró su mochila y salió a las calles de San Albino.
El pueblo estaba tan silencioso como la noche anterior. Nadie caminaba por las calles, y las pocas ventanas que no estaban tapiadas mostraban cortinas cerradas. Los ojos que la habían observado la noche anterior parecían haber desaparecido. La atmósfera era más pesada, como si algo o alguien vigilara cada paso que daba.
Siguió el mapa que había encontrado en la carta. El camino hacia la casa vieja la llevó a las afueras del pueblo, donde la niebla se hacía más densa. El bosque parecía vivo, con ramas que crujían y raíces que sobresalían del suelo como si intentaran atraparla. Cada sonido—el crujido de las hojas bajo sus botas, el silbido del viento entre los árboles—hacía que su corazón latiera con más fuerza.
Cuando finalmente llegó, la casa apareció ante ella como un espectro. Era alta y retorcida, con ventanas rotas que parecían ojos vacíos. La madera estaba ennegrecida por el tiempo, y una verja oxidada rodeaba la propiedad. Un escalofrío recorrió su espalda.
La puerta principal estaba ligeramente entreabierta, como si la casa la estuviera esperando. Helena sacó la llave del bolsillo, su peso frío y metálico en su mano. Al introducirla en la cerradura, encajó perfectamente, emitiendo un clic seco. Empujó la puerta con cuidado, y esta se abrió con un crujido prolongado.
El interior era aún más inquietante. La sala de estar estaba cubierta de polvo, con muebles viejos y descoloridos. Había un espejo enorme en la pared, con el vidrio fracturado en mil pedazos que reflejaban su rostro distorsionado. Sobre una mesa había un libro abierto, sus páginas amarillentas llenas de símbolos que no entendía.
De repente, un sonido la hizo detenerse. Pasos. Lentamente, desde el piso superior. Helena sintió cómo el aire se volvía más denso. Los pasos descendieron por las escaleras, y cuando levantó la vista, vio una sombra alargada al final del pasillo. Era alta y deforme, y parecía moverse de forma antinatural.
"La llave es solo el principio," susurró una voz que no parecía venir de ningún lugar, sino de todas partes.
Helena retrocedió, pero antes de que pudiera salir, la puerta detrás de ella se cerró de golpe. Supo en ese momento que había cruzado un umbral del que no podía volver.