Ecos del Abismo

Capítulo 8: Ecos del abismo

El rugido que atravesó el bosque parecía provenir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo. Helena apretó el espejo contra su pecho mientras sus piernas finalmente reaccionaban, obligándola a correr. Las sombras entre los árboles parecían moverse, retorcerse como si estuvieran vivas.

A cada paso, el bosque parecía alargarse. Los árboles, antes distantes, ahora parecían cerrarse sobre ella, formando un túnel oscuro donde la luz no podía penetrar. Helena sintió que su respiración se aceleraba, pero no se atrevía a detenerse. Sabía que algo la seguía, algo que no pertenecía a este mundo.

El espejo en su mano comenzó a vibrar, emitiendo un leve resplandor. Cada vez que lo miraba, su superficie mostraba destellos de imágenes fugaces: su abuela, encadenada de nuevo, pero esta vez llorando sangre; el pueblo de San Albino envuelto en llamas; y finalmente, su propio rostro, pálido, con ojos vacíos, como si la vida la hubiera abandonado.

"Detente," susurró una voz gutural, directamente en su oído. Helena tropezó, cayendo de rodillas sobre el suelo cubierto de hojas muertas. Giró rápidamente, pero no había nadie detrás de ella.

El aire a su alrededor se volvió helado. Podía ver su aliento salir en pequeñas nubes blancas mientras un zumbido creciente llenaba sus oídos. Cuando volvió la vista al frente, el árbol seco estaba ahí de nuevo, aunque sabía que había corrido lejos de él.

"No puedes huir."

La voz ahora venía del espejo, pero no era su abuela. Era masculina, profunda y cargada de una maldad indescriptible. Helena sintió sus manos temblar, pero no pudo soltar el objeto, como si estuviera pegado a su piel.

De repente, el suelo bajo ella comenzó a hundirse. Grietas oscuras se extendieron desde el árbol seco, como venas que absorbían toda la luz del bosque. Helena gritó, tratando de levantarse, pero el peso del espejo parecía anclarla al lugar.

Fue entonces cuando lo vio.

Desde las grietas emergió una figura alta y deforme, cubierta por una capa de sombras que parecían moverse con vida propia. Sus ojos brillaban con un rojo intenso, y su boca, apenas visible bajo el capuchón deforme, se torció en una sonrisa antinatural.

"Lo que está hecho no puede deshacerse," dijo la figura, con una voz que resonó dentro de la mente de Helena.

Ella retrocedió, arrastrándose, mientras la criatura se acercaba lentamente. El espejo en sus manos brilló más intensamente, proyectando un destello de luz que hizo que la figura se detuviera por un instante.

"Esa llave... ese espejo... te han marcado."

Las palabras de la criatura eran crípticas, pero llenas de una certeza aterradora. Antes de que pudiera reaccionar, la figura extendió una mano hacia Helena, y una corriente helada la envolvió. Su cuerpo quedó inmóvil, como si el tiempo mismo hubiera dejado de existir.

Dentro del espejo, las imágenes comenzaron a cambiar de nuevo. Esta vez, vio un grupo de personas reunidas en un círculo, todas sosteniendo velas negras. Al centro, un altar cubierto con símbolos que reconoció de la casa vieja. Uno de los rostros del grupo la dejó sin aliento.

Era su madre.

"La deuda debe pagarse, Helena," dijo la figura, sus ojos rojos fijos en ella.

Con un último esfuerzo de voluntad, Helena levantó el espejo y lo giró hacia la criatura. Un grito inhumano llenó el bosque mientras la luz del espejo se intensificaba, rompiendo la oscuridad por un breve instante.

Cuando volvió a abrir los ojos, estaba de nuevo en la entrada del bosque, jadeando. El espejo seguía en su mano, pero algo había cambiado. Su superficie ya no brillaba; ahora estaba cubierta de grietas que parecían formar palabras:

"El círculo se cierra."

Helena sabía que no podía huir por más tiempo. San Albino era una trampa, un lugar donde los secretos de su familia la perseguían, y ahora debía enfrentarlos o perderse en el abismo para siempre.




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