El golpe en la puerta resonó como un trueno en la calma tensa de la posada. Helena sintió un escalofrío recorrer su espalda. Aferró la llave y el espejo como si fueran su única protección, mientras el recepcionista se dirigía lentamente hacia la entrada, sus pasos arrastrándose como si avanzara hacia su propia sentencia.
—No abras —susurró Helena, incapaz de ocultar el miedo en su voz.
El recepcionista se detuvo y la miró por encima del hombro. Su rostro estaba sombrío, pero había algo en su mirada que Helena no pudo descifrar. Resignación, tal vez.
—No abrir no cambiará nada. Ellos ya están aquí —respondió, antes de girar la cerradura.
La puerta se abrió lentamente, dejando entrar una ráfaga de aire helado. Más allá del umbral, Helena vio tres figuras encapuchadas, sus rostros ocultos por sombras que parecían moverse como si estuvieran vivas. Cada uno sostenía una vela negra, cuya llama titilaba con una intensidad antinatural. Sin decir una palabra, cruzaron el umbral y se quedaron de pie en el centro de la sala.
El recepcionista retrocedió con la cabeza gacha, evitando mirarlos directamente. Helena, sin embargo, sintió que sus ojos estaban fijos en ella, a pesar de que sus rostros permanecían ocultos.
—La sangre llama a la sangre —dijo una de las figuras, con una voz que parecía surgir de las profundidades de la tierra.
Helena retrocedió, sintiendo que su respiración se aceleraba. El espejo en su mano comenzó a vibrar nuevamente, y esta vez las imágenes eran más claras. Vio un altar rodeado por símbolos tallados en piedra, velas negras y un círculo de personas que cantaban en un idioma que no reconocía. En el centro del altar estaba su madre, llorando mientras intentaba proteger algo en su regazo. Era un bebé.
—Soy yo… —murmuró Helena, comprendiendo de golpe la verdad que su familia había ocultado.
—Eres el sacrificio destinado —dijo otra figura, avanzando un paso hacia ella—. Pero tu madre interrumpió el ciclo. Ahora el pacto se desmorona, y el abismo reclama lo que le pertenece.
Helena negó con la cabeza, aferrándose al espejo como si fuera su ancla en la realidad.
—No soy solo una víctima. Mi madre luchó por mí. Yo no voy a ceder.
Las figuras rieron, un sonido áspero y antinatural que parecía llenar cada rincón de la posada. Una de ellas levantó una mano, y la llave que Helena sostenía comenzó a calentarse, quemándole la piel. Gritó, pero no la soltó. Algo dentro de ella se rebelaba contra la idea de ceder.
De repente, una imagen se formó en su mente: el árbol seco, pero esta vez no estaba vacío. En su base, una caja de piedra cubierta de runas brillaba intensamente.
—La caja… es la respuesta —murmuró Helena.
El recepcionista, que hasta ese momento había permanecido en silencio, levantó la vista.
—¿Sabes lo que estás diciendo? Abrir esa caja podría liberar algo peor que lo que intentas detener.
Helena lo miró fijamente, con una determinación que no sabía que tenía.
—No puedo quedarme esperando a que ellos decidan mi destino. Si la caja puede romper este ciclo, entonces tengo que intentarlo.
Las figuras encapuchadas no dijeron nada, pero su presencia pareció volverse más opresiva. El aire en la posada se volvió denso, como si la misma atmósfera se resistiera a las palabras de Helena.
Sin perder más tiempo, Helena corrió hacia la puerta. El recepcionista intentó detenerla, pero ella lo esquivó. Las figuras encapuchadas no la persiguieron; simplemente la observaron con una calma perturbadora mientras ella desaparecía en la noche.
El bosque la envolvió de nuevo, pero esta vez no estaba huyendo. Estaba buscando respuestas, decidida a encontrar la caja y descubrir si realmente podía cambiar el destino que su familia había sellado tanto tiempo atrás. Sin embargo, con cada paso, el eco de una advertencia resonaba en su mente:
"Abrir la caja no solo podría romper el círculo, sino destruir todo lo que tocas."
Helena no sabía si estaba tomando la decisión correcta, pero una cosa era segura: ya no había marcha atrás.