El pueblo de San Albino estaba en ruinas. Las casas, antaño viejas pero sólidas, eran ahora sombras de lo que habían sido, con paredes derrumbadas y ventanas quebradas. Una neblina densa y negra cubría las calles, asfixiante, como si el aire mismo se hubiera corrompido.
Helena abrió los ojos con dificultad. El suelo bajo ella era frío y duro, hecho de una piedra que no recordaba haber visto antes. A su alrededor, el mundo parecía haberse fragmentado: trozos de realidad flotaban como islas en un vacío interminable. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que las puertas se abrieron. Todo era un caos de imágenes y sonidos entrecortados, como un sueño maldito del que no podía despertar.
Un sonido rasgó el silencio: un susurro, profundo y gutural, que venía de todas partes y ninguna al mismo tiempo.
—Eres la llave… y también la cerradura.
Helena se incorporó, tambaleándose, y vio al encapuchado frente a ella. Su rostro seguía oculto, pero sus ojos, brillantes y vacíos, la observaban con una intensidad que la hacía sentir desnuda.
—¿Qué hice? —preguntó con un hilo de voz, aunque ya conocía la respuesta.
—Liberaste el abismo. Pero también te liberaste a ti misma.
Las figuras que Helena había visto emerger de las puertas ahora se movían por el pueblo, criaturas que desafiaban cualquier lógica o forma humana. Eran sombras vivientes, con cuerpos alargados y movimientos antinaturales, que se deslizaban entre las ruinas, devorando lo que quedaba de San Albino.
—Esto no puede ser el final —dijo Helena, apretando los puños—. Tiene que haber una forma de detenerlo.
El encapuchado inclinó la cabeza, como si considerara sus palabras. Luego extendió una mano hacia ella, mostrando algo que brillaba débilmente en su palma: un pequeño cristal negro, pulsante, como si tuviera vida propia.
—El abismo puede ser sellado, pero no sin un precio.
Helena dio un paso atrás, sus ojos fijos en el cristal.
—¿Qué precio?
—Tu existencia. Eres la conexión. Sin ti, las puertas no podrán permanecer abiertas.
La verdad la golpeó como una ola helada. Todo este tiempo, había sido un peón en un juego mucho más grande, una pieza clave en un ritual que ni siquiera comprendía del todo. Pero si su sacrificio significaba salvar no solo a San Albino, sino al mundo entero, entonces no había otra opción.
El encapuchado extendió más la mano, su voz resonando con un eco eterno:
—Elige, Helena. Sé el fin, o sé el principio.
Helena tomó el cristal con manos temblorosas. Su superficie estaba helada, y tan pronto como lo tocó, un torrente de imágenes inundó su mente: momentos de su vida, rostros de personas que había amado, su abuela, el pueblo antes de la niebla… y finalmente, el abismo.
—Lo siento —susurró, más para ella misma que para alguien más.
Con un movimiento decidido, apretó el cristal contra su pecho. Un dolor insoportable la atravesó, como si estuviera siendo desgarrada desde dentro. La oscuridad que la rodeaba comenzó a arremolinarse, absorbiéndose en ella.
El encapuchado observó en silencio mientras Helena se desvanecía, su cuerpo convirtiéndose en un torrente de luz y sombra que fue tragado por el cristal. Cuando todo terminó, solo quedó un silencio absoluto y un destello brillante que se apagó rápidamente.
El abismo había desaparecido, y con él, las criaturas y la neblina. San Albino estaba vacío, pero la calma había regresado.
Lejos, en algún lugar más allá de este mundo, Helena abrió los ojos una última vez. Estaba rodeada de oscuridad, pero esta vez, no tenía miedo. Había cumplido con su propósito.
Y en el reloj de la vieja casa, el péndulo volvió a moverse.