Ecos del Abismo

Capítulo 1: La huida hacia las entrañas del mundo

La lluvia golpeaba con fuerza los techos de teja rota del pequeño pueblo de Dargath. Entre las sombras de los callejones estrechos, un niño corría descalzo, con los pies ensangrentados y los ojos anegados en miedo y lágrimas. Su nombre era Kael, un huérfano de once años con el cabello negro apelmazado por la humedad y los músculos tensos por el terror.

—¡Ahí va, el mocoso! ¡¡Que no escape!! —gritó uno de los hombres tras él, un asesino corpulento llamado Vargan, con una cicatriz cruzándole la mandíbula.

Junto a él corrían otros dos: Lirgan, de mirada vacía y dedos deformes por quemaduras, y Zell, un hombre de complexión delgada pero con un cuchillo oxidado siempre listo.

Kael se aferró a un colgante de hueso que colgaba de su cuello. Era lo único que le quedaba de su madre, asesinada hacía apenas unas horas por aquellos mismos hombres. ¿El motivo? Aún no lo entendía. Solo recordaba el crujido de la puerta, los gritos, la sangre y luego… la orden: “¡Maten al niño también!”.

Su respiración se volvió entrecortada al ver un montículo de piedra al final del callejón. Era la entrada prohibida al antiguo santuario: una mazmorra sellada desde hacía siglos. Según los ancianos, allí dentro dormían los pecados del mundo, monstruos olvidados por los dioses.

Pero Kael no dudó. Si moriría, que fuera luchando… o huyendo hasta el fin del mundo.

Con un empujón desesperado, retiró las piedras sueltas y se deslizó por la grieta que se abría como una boca al inframundo. El aire se volvió frío, la luz desapareció. Atrás, los pasos cesaron.

—¿Entró ahí? —susurró Lirgan.

—Maldita sea… Ese lugar es una trampa mortal. —Vargan escupió al suelo—. No vale la pena. Los muertos lo alcanzarán antes que nosotros.

Kael cayó rodando por un túnel de tierra húmeda, resbalando hasta golpear el suelo de una sala amplia. Todo estaba envuelto en penumbra. La única luz provenía de un musgo azul que brillaba tenuemente en las paredes.

—Ngh… —se levantó con dificultad, sujetándose el hombro. A su alrededor, columnas rotas y estatuas de ángeles sin rostro.

Una voz lejana resonó, como un susurro en la piedra:

> “Aquel que entre sin pacto… sangrará sin razón.”

Kael tembló, pero siguió avanzando. Escuchó un crujido.

Algo se movía.

Un par de ojos blancos se abrieron en la oscuridad. Una criatura humanoide, huesuda, con garras largas y boca desfigurada, se levantó de entre los escombros. Era un Muerto Rechazado, uno de los guardianes del nivel más superficial del Abismo.

Kael retrocedió con un grito ahogado.

—No… no… ¡NO!

Tropezó con algo al caer. Una piedra tallada, como un pedestal. Y sobre ella, una espada negra clavada en un cráneo. Un susurro lo invadió:

> “Elige. Mata… o muere.”

Kael, con manos temblorosas, tomó la empuñadura. La hoja emitió un leve resplandor púrpura. Era la Espada de Osur, un arma olvidada, forjada por el primer Pacto de Sangre.

La criatura saltó sobre él.

Kael apenas pudo levantar la espada, pero el filo encontró carne podrida. Un chorro de sangre oscura bañó su rostro. La criatura chilló, y Kael, con los dientes apretados, hundió la hoja hasta el fondo del pecho del monstruo.

—¡¡¡MUEREEEE!!! —gritó con toda su rabia.

El cuerpo cayó con un golpe sordo. Kael se quedó arrodillado, jadeando.

Silencio.

Por primera vez… estaba vivo porque había matado.

Una figura apareció a lo lejos. Un encapuchado, alto, con una lámpara colgando de su bastón. Su rostro era anciano, pero sus ojos brillaban con interés.

—Vaya… no todos los días un niño vence a un Muerto Rechazado con su primer golpe.

Kael se giró, aún aferrado a la espada.

—¿Q-Quién eres?

El anciano sonrió.

—Me llaman Eron, el Custodio. Vigilo las almas que entran aquí… y recojo sus huesos cuando fracasan. Pero tú, pequeño Kael… eres diferente.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Porque este lugar te esperaba.

Y así, en una mazmorra maldita donde nadie debía entrar, un niño con el corazón herido y la sangre fresca en las manos dio su primer paso hacia el destino de los Buriedbornes.




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