Kael seguía arrodillado junto al cadáver del monstruo. La espada negra aún ardía con un leve fulgor púrpura, como si bebiera la esencia del ser que había caído. Su respiración era pesada, pero sus ojos ya no mostraban miedo, sino algo distinto: fuego. Voluntad.
Eron, el anciano encapuchado, se acercó lentamente, apoyando su bastón de hierro negro con cada paso. La lámpara colgante proyectaba sombras serpenteantes en las paredes carcomidas.
—Levántate, Kael —dijo con voz grave pero serena—. Has probado sangre, y la mazmorra lo ha sentido. No tardará en responderte.
Kael se incorporó, limpiando el filo con su ropa.
—¿Qué quieres decir?
Eron extendió su mano arrugada y señaló el suelo agrietado.
—Esta prisión es viva. Tiene hambre. Cuando un intruso sobrevive al primer encuentro, los que habitan en los niveles inferiores… se despiertan. No solo los monstruos, muchacho. Hay humanos ahí abajo. Peores que las bestias.
Kael tragó saliva.
—¿Humanos? ¿Cómo yo?
—No como tú. —Eron negó con la cabeza—. Son los Descendidos, asesinos, apóstatas, hechiceros olvidados… quienes han hecho pacto con las profundidades. Te matarán solo para probar tu alma. Y no todos mueren al primer tajo.
Kael apretó los puños.
—Ya no me importa. Si tengo que bajar… bajaré. No tengo a dónde volver.
El anciano lo observó con detenimiento.
—Entonces necesitas esto.
Eron alzó su bastón, que brilló con una luz azul oscura. De las sombras detrás de él emergió una vieja armadura flotante. Aunque estaba cubierta de óxido y tierra, su forma era perfecta para un niño como Kael. Sin decir una palabra, Eron chasqueó los dedos.
La armadura se deshizo en fragmentos flotantes y envolvió el cuerpo de Kael, ajustándose como si siempre hubiese sido suya. El peto tenía un grabado de alas rotas y runas que vibraban levemente. Los guanteletes eran ligeros, y el yelmo tenía un visor que se abría y cerraba con un susurro.
—¿Qué es esto…? —preguntó Kael, maravillado.
—La Armadura de Ralketh, forjada por el herrero loco que caminó hasta el piso 50 y nunca volvió. La encanté para que se ajuste a ti y repela el veneno de las profundidades. Pero no la malgastes. Su poder se agota con cada herida que recibas.
Kael asintió.
—Gracias, Eron. Pero… ¿por qué me ayudas?
El anciano se giró, mirando al techo agrietado.
—Porque hace años vi morir a un niño como tú. No pude salvarlo. Pero quizás ahora… tú sí puedas salvar algo. Aunque sea a ti mismo.
Un fuerte crujido sacudió la sala. Del suelo surgió un círculo de piedra grabado con runas ardientes. Era un Sello de Descenso.
Eron levantó su bastón y apuntó al círculo.
—No puedes quedarte aquí. Este nivel ya ha sido contaminado por tu victoria. Debes descender. Ahora.
Kael miró hacia el círculo, hacia lo desconocido.
—¿Y tú?
—Soy el Custodio. Solo vigilo. Nunca lucho.
Kael apretó la espada de Osur. Dio un paso hacia el círculo.
Eron murmuró con tono grave:
—Recuerda, Kael: la espada mata, pero el alma elige por qué.
Sin tiempo para responder, el círculo brilló con intensidad. Un viento oscuro lo envolvió. Kael sintió que su cuerpo era tragado por la tierra misma, como si una boca de piedra lo devorara.
Fue arrojado al siguiente piso.
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Oscuridad. Humedad. Silencio… y luego, gritos lejanos.
Kael cayó de pie en una plataforma circular, jadeando. A su alrededor, las paredes eran de hueso. Alguien reía, muy cerca.
Una voz femenina, joven, se escuchó en la penumbra:
—¿Otro niño? Qué patético… Ojalá grites bonito.
Una figura emergió. Una mujer delgada, con el rostro cubierto por una máscara de porcelana y una túnica hecha de pieles secas. En sus manos, un látigo con espinas negras.
—Mi nombre es Velia, sacerdotisa del Dolor. Y tú… eres mi nuevo sacrificio.
Kael respiró hondo. Alzó su espada. El segundo piso del Abismo apenas comenzaba.