El olor a comida caliente era lo último que Kael esperaba percibir en un lugar como ese.
Abrió los ojos lentamente, aún envuelto en la penumbra azulada del refugio. Las paredes de piedra, la lámpara mágica, el silencio… todo seguía igual, salvo por un nuevo detalle: el aroma. Un guiso espeso, con notas saladas y amargas, flotaba en el aire húmedo.
—Ya era hora que despertaras —dijo una voz grave.
Darik estaba agachado junto a una olla negra colocada sobre un fuego improvisado con fragmentos de hueso y carbón seco. Usaba una cuchara de madera para remover el contenido, que borboteaba con suavidad.
Kael se incorporó despacio, sintiendo el peso de la armadura mágica adaptada a su cuerpo.
—¿Qué… qué estás cocinando?
—Sopa. No buena. Pero caliente.
Kael se acercó con cautela. El guiso tenía un color marrón grisáceo y flotaban en él trozos irregulares de carne, raíces ennegrecidas, y lo que parecía ser setas de mazmorra.
—¿De dónde… sacaste todo eso?
Darik se encogió de hombros sin dejar de remover.
—Algunos lo encontré en cadáveres. Otros, lo recolecté. Cada piso tiene secretos. Si sabes mirar, puedes comer sin morir envenenado. —Tomó una piedra roja del suelo, la arrojó al fuego—. Eso también ayuda. Es una piedra ígnea, hace que la comida hierva sin pudrirse.
Kael tragó saliva. Estaba hambriento. La última vez que había comido fue un mendrugo de pan robado tres días antes, en la superficie.
—¿Y la carne…? —preguntó, sin querer saber la respuesta.
Darik lo miró directamente.
—Era humana. Pero no de nosotros. Descendidos que no merecían vivir. Sus cuerpos sirven mejor como alimento que como amenaza.
Kael dio un paso atrás, pero su estómago rugió.
—No tienes que comerla si no quieres —añadió Darik con frialdad—. Pero no vivirás con heroísmo y hambre al mismo tiempo.
Kael dudó.
Recordó el frío en la piel, el ardor de las heridas, el crujir de huesos rotos cuando mató a Velia. Estaba en el infierno. No había lugar para ascos.
—Solo un poco —susurró, y se sentó junto al fuego.
Darik le sirvió en un cuenco de metal abollado. Kael tomó la cuchara. La textura era espesa, los sabores intensos, con un dejo de hierro y amargura… pero era comida.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó entre bocados.
—Demasiado. Perdí la cuenta. Días, años… Aquí el tiempo no sigue las mismas reglas.
—¿Por qué no has salido?
Darik apartó la mirada. El fuego crepitó.
—Porque maté al hombre equivocado. Me dieron la opción: morir en la horca, o entrar a la mazmorra y sobrevivir. Elegí vivir. Ahora… aquí estoy.
Kael bajó la mirada.
—Yo no elegí esto.
—Nadie lo hace. Pero ya estás aquí. Y sobreviviste a un Muerto Rechazado y a Velia. Eso te convierte en algo más que un niño asustado.
El silencio se hizo por unos instantes. Luego Darik se puso de pie, tomando su espada envainada.
—Termina de comer. Luego entrenamos. Necesitas aprender a matar sin dudar. Los próximos enemigos no serán tan indulgentes como una sacerdotisa loca.
Kael asintió. La sopa ya no le sabía tan mal.
Pero en los pasillos del siguiente piso, algo lo esperaba. Una criatura que no comía carne… sino recuerdos.
Y ya había olido el suyo.