Las paredes del Cuarto Piso eran distintas.
No estaban hechas de piedra ni hueso… sino de espejos agrietados.
Cada paso que Kael y Darik daban era replicado por miles de reflejos distorsionados que los observaban desde cada ángulo. Los ecos de sus respiraciones se mezclaban con susurros que no decían nada… pero lo insinuaban todo.
—No me gusta este lugar —murmuró Kael, apretando el mango de la espada de Osur.
—Aquí… la mente es más débil que el acero —respondió Darik—. No confíes en lo que veas.
Avanzaron por un pasillo repleto de símbolos tallados en los espejos. Cada uno era diferente. Algunos parecían gritos congelados. Otros, ojos que se abrían y cerraban con cada parpadeo.
Entonces, apareció.
Primero como una sombra.
Luego como un reflejo.
Después como una figura con la forma exacta de Kael… pero con la piel invertida, los ojos hundidos y la boca cosida.
—¿Qué… demonios…? —susurró Kael, retrocediendo.
—¡No lo mires! —gritó Darik, pero era tarde.
El Espejo del Yo ya los había visto.
De su reflejo surgió una onda invisible que atravesó el aire con un rugido seco, golpeando a ambos. Los cuerpos de Kael y Darik se tensaron de golpe, y cayeron al suelo con espasmos. El mundo giraba. Todo se distorsionaba.
Y entonces comenzó la ilusión.
Kael se encontró de nuevo en su hogar, antes de la masacre.
Su madre reía. Su padre limpiaba la espada colgada en la pared. Su hermana pequeña le tiraba del brazo.
Pero algo estaba mal.
Los ojos de su madre sangraban.
La espada de su padre estaba rota.
Y su hermana tenía dientes de más.
—¡Kael… quédate con nosotros! —decían al unísono, acercándose.
—¡NO! ¡USTEDES NO SON REALES!
Intentó moverse, pero su cuerpo no respondía.
La parálisis era total.
Del otro lado, Darik revivía su ejecución. La cuerda alrededor del cuello. El pueblo mirándolo con desprecio. Pero ahora los rostros no eran humanos… eran calaveras con llamas azules en las cuencas.
—Fallaste, Darik… Eres débil… No mereces redención…
Ambos estaban atrapados.
La criatura los rodeaba con sus múltiples formas. Ahora era Kael. Luego Darik. Luego sus enemigos. Luego su pasado.
Hasta que algo ocurrió.
Un sonido seco.
Un relámpago negro.
Una figura se lanzó desde lo alto de un espejo, rompiéndolo en mil pedazos.
¡CRAAASH!
La criatura chilló.
Un hombre encapuchado, con una lanza negra como la noche, clavó el arma directamente en el pecho del reflejo de Kael, y giró con una precisión asesina.
—¡No os pertenece, Engendro de Cristal!
La criatura se retorció. Estalló en fragmentos. Las ilusiones se hicieron añicos.
Kael respiró con fuerza. El cuerpo le respondió de nuevo. Darik se levantó, sudando.
—¿Q-Quién… eres? —jadeó Kael.
El hombre giró su rostro hacia ellos. Tenía una máscara metálica que cubría la mitad inferior del rostro. Sus ojos eran dorados, y llevaba una capa raída por el tiempo.
—Me llaman Avarn. Guerrero de la Lanza del Ocaso. Y si queréis seguir vivos… será mejor que os levantéis y me sigáis. Este piso no ha terminado.
Kael se apoyó en su espada.
Darik se crujió los hombros.
—Gracias… por salvarnos.
Avarn miró los pedazos del espejo muerto.
—No fue por ustedes. Fue por lo que viene después.
Kael sintió un escalofrío.
Porque detrás de los espejos rotos… alguien más los estaba observando.