El sueño llegó, pero no era un sueño cualquiera. Esta vez, no pude cerrarlo ni apretar los ojos lo suficientemente fuerte como para escapar de lo que veía. La visión fue tan vívida que sentí como si estuviera viva, no solo observando, sino siendo parte de ella. Vi un mundo diferente, una era lejana, y a mí misma, pero no como me veía ahora. Era otra versión de mí, una mujer con ojos tan oscuros como la noche, con el alma marcada por un amor perdido.
El aire estaba cargado de una magia antigua, y a mi lado estaba él, más joven, pero no menos imponente. Era el mismo, pero a la vez no lo era. Su presencia irradiaba poder, pero también una tristeza que me desgarraba por dentro. Nos tomábamos de la mano, en un lugar que parecía suspendido en el tiempo. La ciudad a nuestro alrededor era majestuosa, con edificios que desafiaban la gravedad, pero todo parecía derrumbarse a nuestro alrededor. La oscuridad nos acechaba, y la traición flotaba en el aire, densa, casi palpable.
Nos amábamos, pero ese amor estaba marcado por la fatalidad. En esa vida, la magia nos había unido, pero también nos había condenado. Él era un ser sobrenatural, un guardián de la oscuridad, y yo, una hechicera destinada a destruirlo. Cada caricia, cada beso, cada momento que compartíamos, estaba marcado por la tragedia que se avecinaba.
La visión cambió, y ahora estábamos en un campo de batalla. La sangre cubría el suelo, y el aire estaba espeso con la magia rota. Vi cómo él luchaba, su cuerpo lleno de heridas, mientras yo, en una desesperación silenciosa, me veía incapaz de salvarlo. En el último momento, cuando la oscuridad se cernía sobre nosotros, vi su rostro por última vez. Sus ojos, llenos de amor, pero también de una resignación amarga. “Te amaré siempre”, me dijo, antes de que el mundo se desmoronara.
Me desperté entre sollozos, mi cuerpo temblando, cubierto en sudor frío. Las imágenes no se desvanecieron, seguían presentes en mi mente, como si acabara de vivirlas. Algo en mí se rompió. Ese amor… no había sido un sueño. Era parte de mi alma, de mi destino. Esa vida había sido mía, y yo había sido testigo de su final.