La nieve caía suavemente sobre el techo de tejas de la casa de la familia Jung, cubriendo el jardín y las calles del pequeño pueblo en Gangwon-do con un manto blanco y silencioso. El aire estaba frío, pero en el interior de la casa tradicional coreana el calor de la chimenea daba vida a las paredes de madera y papel.
Seo-jin se movía con calma entre la cocina y el comedor, terminando de servir la cena. La mesa estaba puesta con esmero: arroz humeante en cuencos de cerámica, el kimchi preparado por su suegra y varios pequeños platillos para compartir. La pequeña Soo-ah, de ocho años, saltaba alrededor del abuelo Jin-woo mientras él intentaba ayudarla a colocar los pastelitos de arroz en la bandeja para el postre.
—¡Abuelo, mira! —dijo Soo-ah con una sonrisa brillante, sosteniendo un pastelito con forma de corazón—. ¡Este es para ti!
Jin-woo se rió con suavidad, arrugando los ojos mientras le acariciaba la cabeza.
—Gracias, Soo-ah. Eres una chef muy talentosa —dijo, y su voz era baja y cálida.
Seo-jin sonrió, aunque había algo en la forma en que sus ojos se posaban en el abuelo que no era del todo natural. Como si ella estuviera viendo algo que los demás no podían.
Min-ho, su esposo, apareció en el comedor con una tetera de porcelana blanca y comenzó a servir el té. Tenía una expresión serena, casi demasiado controlada, que hacía que Seo-jin se sintiera inquieta a pesar del calor del hogar.
—Hae-won debería bajar pronto a cenar —comentó Seo-jin, intentando que su voz no traicionara la ansiedad que sentía—. Ha estado encerrado en su habitación desde la tarde.
Min-ho asintió sin mirarla a los ojos.
—Te avisaré si viene.
El sonido de la nieve golpeando la ventana mezclado con la levedad del murmullo de voces lejanas hacía que el tiempo dentro de la casa se sintiera suspendido, casi irreal.
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En la habitación de Hae-won, el adolescente de dieciséis años, las paredes estaban cubiertas de pósters de bandas de rock y paisajes urbanos nocturnos. Sentado frente a su escritorio, miraba la pantalla apagada de su computadora, con los dedos tamborileando sobre la mesa.
Un leve suspiro escapó de sus labios mientras revisaba su cuaderno de notas, donde había garabatos y apuntes que no tenían sentido para nadie más. Desde que empezó el semestre, algo en la escuela le parecía extraño, pero no sabía cómo explicarlo.
Echó una mirada a la ventana. Afuera, la nieve seguía cayendo, pero en su mente había un frío que nada podía calentar.
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En la escuela, en un aula pequeña y con paredes blancas, Joo-ri se esforzaba por leer un texto en voz alta. Su voz temblaba, y varias veces se detuvo, como si intentara recordar algo más allá de las palabras.
El profesor, un hombre de mirada distante, no intervino, pero sus ojos parecían medir cada movimiento de los estudiantes. En la clase sólo estaban cinco alumnos: Hae-won, Joo-ri, y tres compañeros más: Dae-seok, el gracioso; Ji-hoon, el nerd; y Min-jae, el rebelde.
Entre ellos había una dinámica marcada, casi teatral, con risas forzadas y miradas que buscaban aprobación.
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De regreso en la casa, Seo-jin recogía los platos mientras escuchaba la risa de Soo-ah con el abuelo.
—¿Quieres ayuda? —preguntó Min-ho desde la puerta de la cocina, apoyándose en el marco.
—No, está bien —respondió Seo-jin—. Solo quiero que todo esté en orden.
Min-ho asintió y salió sin decir más.
Seo-jin miró a través de la ventana hacia el jardín nevado. La luna iluminaba tenuemente la escena, pero algo en su corazón latía con inquietud.
Se preguntó cuánto tiempo podrían mantener esa apariencia de normalidad.