El cielo amanecía gris y silencioso. A través del papel de arroz de las puertas corredizas, la luz del invierno se colaba tímidamente, pálida y distante.
Seo-jin se levantó antes de que sonara el despertador. Como siempre. Bajó por el pasillo de madera sin encender las luces. No hacían falta. Cada paso, cada rincón de aquella casa, le era tan familiar que podía moverse sin ver.
En la cocina, la tetera comenzó a hervir justo al mismo tiempo que el calefactor encendía con su sonido mecánico. Las rutinas eran exactas, impecables, invariables.
Sirvió arroz blanco, huevos cocidos y kimchi preparado el día anterior. Colocó todo sobre la mesa sin pensar demasiado. La misma mesa, el mismo orden, el mismo mantel. Todos los días.
En la sala, los suegros ya estaban sentados, como siempre. Jin-woo leía un libro, aunque la mayoría de las veces no pasaba de la misma página. Sun-ja tejía con manos constantes, pero el tejido nunca parecía crecer. Siempre era el mismo ovillo, siempre la misma aguja.
—Buenos días, hijos —dijo Sun-ja con una sonrisa tenue.
—El té huele bien hoy —murmuró Jin-woo, sin levantar la vista.
Seo-jin colocó las tazas con una suavidad que rayaba en lo ceremonial.
—Hice algo de sopa también. Por si tienen frío.
—Gracias, hija. Eres muy considerada.
No hubo preguntas. Nadie habló del clima. Nadie preguntó si había noticias del exterior. Porque no había exterior. Solo la casa. El jardín. El techo blanco de nieve. Y adentro, todos fingiendo.
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Hae-won bajó las escaleras a las 7:02. Exactamente a esa hora, todos los días.
Vestía el uniforme escolar con el nudo de la corbata perfectamente alineado. No lo hacía por gusto, sino porque había aprendido que no hacerlo generaba tensión. Y la tensión… traía consecuencias.
Seo-jin lo esperaba con su plato servido. Soo-ah, aún con pijama, jugaba en silencio en la alfombra. Su peluche tenía una oreja rota que nadie había arreglado.
—¿Dormiste bien? —preguntó Seo-jin con voz suave.
—Sí, mamá —respondió él, con tono neutro.
—¿Estás listo para hoy?
—Sí.
—¿Te acompaño hasta la puerta?
—No es necesario —dijo Hae-won, tragando el arroz con lentitud.
Seo-jin le ofreció una sonrisa, esa que ya no sabía si era verdadera o no.
—Cuídate, hijo.
Él asintió, se colocó el abrigo y salió por la puerta principal.
El único que salía.
Los demás no tenían a dónde ir.
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Afuera, la nieve seguía cayendo. Siempre nieve. Siempre blanca. Siempre sin marcas de otros pasos.
El camino hacia la “escuela” no era largo. Pero no había autobuses, ni vecinos, ni calles.
Solo un sendero. Y al final de él, el edificio vacío donde estaba el aula. Una sola aula. Un salón sin pasillos. Una pizarra, cinco escritorios, un reloj que no avanzaba realmente, y un único profesor.
El aula estaba iluminada con luz natural. Siempre la misma. Nunca cambiaba.
Ya estaban allí los otros cuatro estudiantes:
Joo-ri, sentada en la primera fila, leyendo en silencio, con los dedos temblorosos.
Dae-seok, el gordito simpático, hojeando un cómic.
Ji-hoon, escribiendo fórmulas en su cuaderno con una concentración que parecía actuada.
Min-jae, el rebelde, con los pies sobre la mesa, masticando chicle, pero nunca más allá de lo permitido.
Y luego entró él: el profesor Kim Seung-ho.
Un hombre de unos cincuenta, impecablemente vestido, rostro firme, pero mirada vacía. Caminó hasta su escritorio, dejó un libro, tomó una tiza.
—Buenos días —dijo.
—Buenos días, profesor —repitieron todos al unísono.
Como si ensayaran.
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De vuelta en la casa, Seo-jin lavaba los platos en silencio.
Soo-ah tarareaba una canción que no parecía haber aprendido de nadie. Jin-woo hojeaba el mismo libro. Sun-ja tejía el mismo centímetro de lana.
El televisor estaba encendido, como siempre, con un programa que nadie miraba. Actores sonrientes hablando de nada.
—¿Sabes qué día es hoy? —preguntó Seo-jin, sin mirar a nadie.
—Martes —dijo Sun-ja automáticamente.
—Ah, cierto.
Seo-jin secó sus manos y se quedó parada frente a la ventana.
Afuera, la nieve no cesaba.
El jardín no mostraba señales de huellas.
Ni de pájaros. Ni de viento. Ni de vida.
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Esa noche, cuando Hae-won regresó, subió a su habitación sin hablar. Seo-jin tocó suavemente la puerta antes de entrar.
Él estaba en su escritorio, dibujando algo en un cuaderno. Era una casa, pero no la suya. Una casa más pequeña, con un buzón, una bicicleta en la acera, y árboles sin nieve.
—¿Eso es...?
—No sé —dijo él, cerrando el cuaderno—. Solo algo que recordé.
—¿Tú recuerdas cosas? —preguntó ella con cuidado.
Hae-won la miró. No dijo nada. Pero su mirada sí lo hizo.
Seo-jin le acarició el cabello como hacía cuando era niño.
—Está bien. No tienes que fingir conmigo —susurró.
Y luego salió de la habitación.
La puerta se cerró.
Y la casa siguió en silencio.