El despertador no sonó. Nunca sonaba.
El profesor Kim Seung-ho abrió los ojos a las 6:15, como siempre. No porque estuviera descansado, sino porque su cuerpo había aprendido a obedecer sin resistencia. Se sentó en el borde de la cama, los pies descalzos tocando el tatami frío, y se quedó allí varios minutos, mirando un punto fijo en la pared.
No había ventanas en su habitación.
Ni en la cocina. Ni en el baño.
Solo la puerta de salida al pasillo que lo llevaba directamente al aula.
Una única lámpara colgaba del techo, encendida ya al despertar. Cada día, la misma luz. La misma temperatura. El mismo desayuno sobre la mesa: arroz, sopa tibia, un huevo hervido.
Él no lo preparaba. Nunca lo veía aparecer.
Simplemente estaba ahí.
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A las 7:10, Kim se vestía con su traje gris oscuro, el mismo cada día. La camisa planchada. El nudo de la corbata impecable. Los zapatos junto a la puerta, siempre limpios.
Abrió la puerta y caminó por el pasillo iluminado, donde los muros eran de un blanco aséptico, sin adornos. Al final del pasillo, la puerta del aula. Siempre cerrada. Siempre esperando.
Colocó la mano sobre el picaporte. Respiró hondo.
“Recuerda el papel. Recuerda el guión.”
Entró.
La luz natural que llenaba el aula no tenía origen claro. Las ventanas estaban cubiertas por una neblina permanente que no dejaba ver nada afuera. Pero siempre había luz, como si alguien la hubiera pintado.
El aula estaba vacía aún.
Kim caminó hasta su escritorio, abrió su carpeta con una mano temblorosa y miró el horario del día. Lecciones simples. Controladas. Contenidas. No debía salirse de eso. No debía improvisar.
Tomó una tiza y comenzó a escribir en la pizarra.
Ensayo oral: “Lo que quiero ser cuando sea adulto”.
La frase lo golpeó de forma extraña. Era tan irónica que por un momento creyó que podía reír. Pero no lo hizo. Su mandíbula se endureció.
“Yo quería ser músico”, pensó. “Tenía un piano. Tenía esposa. Tenía…”
Alguien tosió en la puerta.
Kim se giró. Allí estaban los cinco estudiantes. Todos en fila, como siempre.
—Pasen —dijo él, con voz firme.
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La clase se desarrolló con normalidad. Todos sabían sus lugares. Sabían cómo moverse. Cómo comportarse. A veces, los estudiantes improvisaban alguna broma o se permitían una pequeña expresión, pero siempre dentro de los márgenes.
Menos Joo-ri.
La chica era distinta.
Kim la observaba más de lo que debía. Sabía que no era prudente, pero no podía evitarlo.
Ella miraba las paredes como si supiera lo que había detrás. Sus temblores no eran falsos. Sus respuestas no eran mecánicas. Y, lo más inquietante, a veces lo miraba como si supiera quién era él en realidad.
Como si recordara.
Como si esperara algo de él.
“Yo no puedo ayudarte”, pensaba él cada vez.
Pero lo que no decía, lo soñaba.
Soñaba con su esposa en una cocina iluminada por el sol, un gato durmiendo en el alféizar. Soñaba con su hija riéndose en un parque, su risa clara, real. Soñaba… con aire libre.
Y entonces despertaba en esa habitación sin ventanas.
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Después de clase, Kim cerró la carpeta y la colocó con cuidado sobre el escritorio. Esperó a que los alumnos se fueran. Joo-ri fue la última en salir. Le lanzó una mirada silenciosa. Profunda. Como una súplica muda.
Él tragó saliva.
—Buen trabajo hoy —dijo él, sin mirarla directamente.
Ella no respondió. Solo cerró la puerta.
Y entonces Kim se dejó caer en la silla, se cubrió el rostro con las manos… y lloró en silencio.
Por menos de treinta segundos.
Luego se limpió los ojos, se puso de pie, y caminó hacia la puerta trasera.
La puerta que solo él podía usar.
La que lo llevaba de vuelta a su celda invisible.
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En el pasillo blanco, a medio camino de su habitación, Kim sintió una ráfaga helada.
No había viento. Nunca lo había.
Y, sin embargo, algo se movía.
Un sonido mínimo, casi eléctrico. Un zumbido.
Levantó la vista.
Una pequeña cámara de vigilancia, en una esquina, giraba lentamente… y se detenía justo en él.
Como si esperara que hiciera algo más.
Algo fuera del guión.
Kim apretó los puños… y siguió caminando.
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