Ecos del Invierno

Capítulo 9: Susurros en la oscuridad

La luz del aula parecía eterna. Sin amanecer ni anochecer. Sin ventanas claras. Sólo una cortina difusa que dejaba pasar un brillo sin forma, como si el tiempo se hubiera detenido dentro de esas cuatro paredes.
Hae-won y Joo-ri estaban sentados juntos en el último pupitre, donde las cámaras parecían girar con menos frecuencia y el profesor no solía mirar. Su cercanía era casi un acto de rebeldía, una necesidad de contacto en un mundo donde cada movimiento era observado.
—No podemos seguir así —susurró Hae-won, sin poder quitar la mirada de la puerta.
—¿Qué propones? —respondió Joo-ri, con la voz apenas un murmullo—. Si hablamos en voz alta, nos escuchan. Si escribimos, leen nuestros papeles.
Hae-won agitó la cabeza, frustrado.
—No sé. Pero tiene que haber una manera. Algo más sutil. Algún código, algún signo.
—Intenté algo parecido —dijo Joo-ri, apretando los labios—. Escribir en los márgenes de los textos. Dibujar símbolos. Pero lo vieron. Me castigaron.
—¿Qué tipo de castigo? —preguntó Hae-won, bajando aún más la voz.
—Me hicieron pasar un día en la sala de espera.
Hae-won la miró sorprendido.
—¿Sala de espera? ¿Qué es eso?
—Un cuarto pequeño, sin ventanas, sin nada. Apenas una silla y un reloj sin manecillas. Te dejan ahí hasta que “te recuperas”. Sin comida, sin hablar con nadie.
Un escalofrío recorrió a Hae-won.
—¿Y qué pasa si no quieres quedarte?
—No hay opción —respondió ella, mirando hacia abajo—. Te llevan a la fuerza. No te dicen por qué, ni cuándo te dejan salir. Sólo te dejan salir cuando quieren.
Un silencio denso llenó el espacio entre ellos. El sonido distante del pasillo parecía absorber toda la esperanza.
—Tenemos que ser más cuidadosos —dijo Hae-won, apretando el puño—. Más inteligentes.
—Como sombras —repitió Joo-ri, levantando la mirada, con un destello de desafío en sus ojos—. Como fantasmas.
Ambos intentaron sonreír, pero era una sonrisa rota, como un espejismo.
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Durante la clase, mientras el profesor Kim dictaba la lección, Hae-won y Joo-ri intercambiaban miradas y gestos pequeños. El aire estaba cargado de tensión, como si el silencio mismo tuviera peso.
En un momento, Hae-won deslizó su cuaderno hacia ella. En el margen de su ensayo, había escrito una frase corta, casi un garabato:
“¿Recuerdas la vez en el parque?”
Joo-ri lo leyó con rapidez y respondió dibujando otro símbolo en la esquina inferior de su página:
“Sí. El aire era real.”
Era su primer mensaje codificado, un secreto compartido en un lugar donde nada debía ser secreto.
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Cuando el profesor Kim pasó junto a su escritorio, ambos contuvieron el aliento. Su mirada era fría, casi un análisis clínico.
—¿Todo bien? —preguntó con una voz que intentaba sonar casual, pero que tenía un filo amenazante.
—Sí, profesor —respondió Hae-won, rápido, sin mirarlo.
El profesor asintió, y se alejó sin decir nada más.
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Al terminar la clase, Hae-won y Joo-ri caminaron juntos hacia la salida. El pasillo estaba desierto, iluminado por las luces artificiales que no cambiaban nunca.
—¿Alguna vez pensaste en qué pasaría si alguien más supiera lo que sabemos? —preguntó Hae-won.
—No —dijo Joo-ri con firmeza—. Nadie puede saberlo. No podemos confiar en nadie más.
—Entonces... ¿qué hacemos?
Ella se detuvo, mirándolo a los ojos.
—Tenemos que buscar la forma de salir. De verdad.
Hae-won sintió un nudo en el estómago. Pero también una chispa, un destello de esperanza.
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Esa noche, en su cuarto, Hae-won se sentó en el tatami. El silencio era absoluto, roto solo por el latido acelerado de su corazón.
Tomó su cuaderno y escribió lentamente en el margen:
“Sigue buscando. No estás solo.”
Apagó la luz y se recostó, mirando al techo.
En algún lugar, en la oscuridad, alguien estaba viendo.
Alguien que esperaba que no se movieran.
Pero ellos ya se estaban moviendo.




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