Ji-hoon nunca llegó tarde.
Nunca fallaba una respuesta.
Nunca se salía del personaje.
Su uniforme estaba impecable, su cabello peinado exactamente igual todos los días, y sus notas eran perfectas. Para cualquiera, parecía el estudiante modelo.
Pero por dentro, era un volcán helado.
Frío. Calculador.
Y completamente despierto.
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—Ji-hoon, ¿puedes resolver este problema en la pizarra? —preguntó el profesor.
El chico se levantó sin dudar. Caminó hasta el frente del aula y tomó la tiza con una calma quirúrgica. Escribió la ecuación, resolvió paso por paso y se giró, sonriente.
—¿Así está bien, profesor?
El profesor Kim asintió.
—Perfecto, como siempre.
Ji-hoon volvió a su asiento sin mostrar emoción. Pero por dentro pensaba:
> "Este problema ya lo resolví hace cuatro semanas. Lo repiten exactamente cada 28 días. Siempre igual. El patrón se repite. Todo lo hace."
Porque Ji-hoon lo había descubierto:
La estructura del ciclo.
Las frases.
Los gestos.
Los errores.
Y lo más importante: los vacíos. Las partes que nadie vigilaba con tanta atención.
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Cada noche, Ji-hoon se sentaba en su habitación y escribía en su libreta secreta. No pensamientos. No recuerdos. Solo números.
> DÍA 92.
Cámara 1 (pasillo) gira cada 7 minutos exactos.
Cámara 2 (aula) se detiene en el pupitre central 2 segundos más que en los demás.
Luz del aula parpadea ligeramente cada 9 horas 16 minutos (posible reinicio de bucle de energía).
Dormitorio: ventilación emite pulso cada 32 segundos.
Correlación con posibles conductos ocultos: 8%.
Había convertido la cárcel en un sistema.
El sistema en datos.
Los datos en fórmulas.
No quería escapar.
Quería entender.
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Tenía una teoría.
No era una simulación.
No era un simple experimento.
Era una obra.
Un teatro cerrado, donde cada uno tenía su personaje, su trama. Alguien lo había diseñado con obsesión. Con arte. Con una crueldad casi hermosa.
Y Ji-hoon…
estaba fascinado.
No con los actores.
No con sus compañeros.
Con el director.
Ese hombre. Esa voz. Ese ente invisible que lo había encerrado allí.
> “¿Qué clase de mente haría algo tan elaborado?”
“¿Qué busca?”
“¿Y si yo pudiera… hablar con él?”
“¿Y si le demostrara que puedo seguirle el juego?”
“¿Y si soy su mejor personaje?”
Pensamientos así lo asustaban… a veces.
Pero no podía evitarlo.
Era como mirar un espejo infinito.
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Una vez, Ji-hoon probó algo.
Escribió una ecuación falsa en la pizarra.
A propósito.
Esperó.
Al día siguiente, el profesor la corrigió.
Con una frase exacta:
—Buen intento, pero revisa el paso tres.
Ji-hoon sintió escalofríos.
> No fue el profesor.
Fue el sistema corrigiendo el guion.
Y ahora estaba seguro.
No solo los veían.
Les respondían.
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Esa noche, se quedó despierto frente a la cámara de su cuarto.
No dijo nada.
Solo la miró.
Luego, con una sonrisa apenas perceptible, levantó un papel y lo mostró frente al lente:
“¿Me estás viendo?”
Esperó.
Nada.
Pasaron minutos.
Y entonces…
Un clic.
Un pequeño zumbido.
La cámara se movió.
Una vez.
Y luego volvió a su lugar.
Como si dijera:
“Sí.”
Ji-hoon sonrió.
No como un niño.
No como un prisionero.
Como un rival.
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