La casa parecía más tranquila esa noche. Demasiado.
La hermana pequeña de Hae-won dormía en su habitación, acurrucada con su peluche, repitiendo una frase en sueños que Hae-won ya había escuchado demasiadas veces.
—"Mañana iremos al parque, ¿sí?"
Pero nunca iban. Nunca salían.
El parque no existía.
Solo la casa.
Solo la escuela.
Solo las cámaras.
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—Hae-won, ¿quieres más arroz? —preguntó su “abuela”, con su sonrisa de porcelana.
—Estoy bien, gracias.
El “abuelo” bebía té en silencio. Su padre hojeaba un periódico que no tenía fecha. Su madre reía sola frente al televisor.
Toda la escena era un teatro.
Y él, un actor forzado a seguir el guion.
Se levantó de la mesa.
—Subo a estudiar.
—¡Lleva un snack! —dijo su madre.
Siempre lo mismo.
Ni un gramo de emoción real.
—No tengo hambre.
Caminó por el pasillo con el mismo paso controlado de siempre. Las cámaras del techo giraban lentamente. Una cada seis segundos. Él lo sabía. Lo había contado muchas veces.
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Su habitación era el único lugar donde podía fingir que aún pensaba por sí mismo.
Se sentó en el borde de la cama. Abrió su cuaderno.
Dentro, escribió con lápiz muy tenue:
> “No hay ventanas reales. Solo luz. Todo es un escenario.”
Pasó la página.
> “Hoy. Segundo intento. Si Joo-ri está de acuerdo, lo haremos en clase.”
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A la mañana siguiente, el aula tenía el mismo olor a papel nuevo, a limpieza forzada, a rutina vacía.
Joo-ri estaba en su lugar de siempre. Seria, pero con una energía distinta en sus ojos.
El profesor Kim empezó la clase con su voz pausada. Los otros estudiantes respondían como siempre: el gracioso hacía bromas; el rebelde suspiraba ruidosamente; Ji-hoon, el nerd, escribía sin parar.
Todo en orden.
Excepto Hae-won.
Excepto Joo-ri.
En un momento de aparente normalidad, Hae-won le pasó una hoja de papel doblada. Muy pequeña.
Ella la tomó. Fingió estirarse.
Guardó la hoja en su manga.
Minutos después, aprovechó que el profesor escribía en la pizarra para leerla entre su pupitre y su falda.
Decía:
> “Segunda baldosa, pared izquierda. Está suelta. Hay algo dentro. Cuando el profesor se gire.”
Ella levantó la mirada. Lo miró por un segundo, apenas asintió.
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El momento llegó.
El profesor escribió una fórmula larga en la pizarra. Joo-ri se inclinó, como si se le hubiera caído el lápiz.
Tocó la pared. Sintió el borde suelto de la baldosa. La movió con cuidado. Había algo allí.
Un cilindro negro, como un bolígrafo grueso.
Se lo metió en el bolsillo del suéter antes de que la cámara girara de nuevo.
Todo tomó solo dos segundos.
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Al final de la clase, Joo-ri caminó junto a Hae-won por el pasillo, en silencio. Las cámaras no permitían conversaciones extendidas.
Pero al llegar a la bifurcación entre pasillos —uno hacia los baños, otro hacia la salida—, ella se detuvo brevemente.
—No era un bolígrafo.
—¿Qué era?
—Una llave… o algo así. Tiene un extremo con dientes metálicos, pero es muy delgada. Como de caja eléctrica. O de gabinete técnico.
—¿Dónde lo esconderás?
—No lo esconderé. Lo llevaré conmigo.
—¿Y si nos registran?
—Entonces sabré que estamos más cerca.
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Esa noche, alguien observaba desde la sala de pantallas.
El cuarto oscuro.
Decenas de monitores.
Voces silenciadas.
Momentos repetidos en loop.
Una mano se apoyó sobre uno de los escritorios.
El hombre miraba las tomas del aula. La baldosa. La escena.
Y por primera vez en mucho tiempo, sonrió.
—Por fin... alguien lee entre líneas.
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