Alexandre Moreau
Aquella noche, apenas logré dormir. Las palabras de Valérie resonaban en mi mente, como una espina clavada en mi interior. No había querido preocuparla, no quería involucrarla en mis sombras, pero el control que tanto me había esforzado por mantener se me escapaba de las manos. Desde el momento en que puse un pie en Londres, había intentado enterrar ese capítulo de mi vida. Sin embargo, el pasado tiene una forma cruel de aferrarse, de perseguirte hasta que confrontarlo se vuelve inevitable.
Mientras miraba el techo, la mente me llevó de regreso a Italia, a una época que preferiría olvidar. Recordé a Chantal, cómo me sonreía con esa mirada que, al principio, parecía sincera y me hacía sentir que podía confiar en ella. Había sido mi primer amor verdadero, el único momento en que sentí que podía permitirme bajar la guardia. Pero no entendí, hasta que fue demasiado tarde, que ese amor terminaría convirtiéndose en una trampa, en un laberinto de manipulaciones del que apenas logré escapar.
Conocí a Chantal en una reunión de trabajo en Milán. Era la mujer que siempre capturaba la atención, la que nunca pasaba desapercibida. Fuerte, decidida y, sobre todo, encantadora. Al principio, me sorprendió que se interesara en alguien como yo, alguien que no venía de su mismo círculo, que no buscaba destacar ni llamar la atención. Aún recuerdo la primera vez que me dijo que yo era diferente, que eso era lo que la atraía. Sus palabras fueron como un faro en la oscuridad; creí en ellas como un náufrago que se aferra a la única promesa de salvación.
Pero esa promesa no fue más que una ilusión.
Pronto descubrí que Chantal no amaba a las personas, sino a las ideas de poder y control. Nuestra relación empezó como un sueño, pero poco a poco, ella se convirtió en alguien que no reconocía. Cada decisión que tomaba parecía estar calculada, cada palabra cuidadosamente elegida para hacerme sentir que era el único en su vida, cuando, en realidad, yo era solo una pieza más en su juego.
Hubo un día en particular que nunca podré borrar de mi memoria. Fue cuando descubrí que había manipulado a algunas personas en mi trabajo, influenciando decisiones que afectaron mi carrera. Creí que había sido una coincidencia, pero cuando la confronté, solo me miró y, con esa sonrisa fría que ahora me parecía tan vacía, me confesó que lo había hecho “por nosotros”. Ese día me di cuenta de que nunca habíamos sido “nosotros”. Solo había sido ella, y lo que quería obtener de mí.
El dolor que sentí en ese momento fue indescriptible, pero la traición fue más que eso; fue una herida que me hizo cuestionar cada instante que habíamos compartido, cada palabra que habíamos intercambiado. Y, a pesar de todo, parte de mí aún quería creer en ella, en que quizás solo había cometido un error, en que tal vez aún existía algo auténtico en ella.
Mis amigos intentaron advertirme, pero yo me había aferrado a una mentira. La culpa me consumió; no podía aceptar que había sido tan ciego, tan ingenuo. No fue hasta que descubrí que Chantal había empezado a usar mis propios contactos y mis propios logros para su beneficio personal que me di cuenta de la magnitud de su traición. La mujer que había amado nunca había existido; solo había sido una máscara, una fachada que ocultaba una ambición que era capaz de destruir a cualquiera que se interpusiera en su camino.
Esa fue la última vez que hablé con ella. No hubo gritos, ni palabras hirientes. Solo una despedida en silencio y el corte definitivo de algo que ya estaba podrido desde hacía tiempo. Decidí dejar Italia poco después. Había perdido la confianza en todo y en todos, incluido en mí mismo. Necesitaba huir de aquel lugar, de aquellos recuerdos y, sobre todo, de la persona en la que me había convertido.
Londres representaba mi última oportunidad para empezar de nuevo, para sanar de alguna manera. Aquí, esperaba que el ruido y la distancia pudieran acallar los ecos del pasado. Durante meses, me repetí que estaba bien, que podía enfocarme en mis estudios y en mi futuro, que lo que había pasado en Italia era solo eso, pasado. Pero el dolor de la traición seguía ahí, latente, como una herida que no terminaba de cicatrizar.
Y ahora estaba Valérie. A veces sentía que la vida tenía un sentido del humor cruel, que se empeñaba en ponerme frente a alguien que me recordaba a Chantal de formas que no quería admitir. Pero Valérie no era Chantal. Sus palabras, sus gestos, incluso la manera en la que me miraba eran diferentes. Ella era todo lo que Chantal no era: sincera, transparente, alguien que parecía no tener intenciones ocultas.
A pesar de eso, algo dentro de mí se resistía a confiar. Sentía que, si dejaba que Valérie se acercara demasiado, el ciclo se repetiría, y yo no estaba preparado para enfrentar una nueva herida. Me había convencido de que lo mejor era mantener la distancia, pero cada vez que intentaba hacerlo, algo en ella me atraía de nuevo, como un imán imposible de ignorar.
Cerré los ojos, deseando que los recuerdos se desvanecieran, que el pasado dejara de aferrarse a mí. Pero cada vez que lo intentaba, los rostros, las palabras, las heridas, volvían a aparecer con una nitidez que dolía. Había intentado ser fuerte, empezar de nuevo, pero la sombra de Chantal estaba en cada rincón de mi vida, como una marca que no lograba borrar.
Sentí un nudo en el estómago al recordar cómo Valérie había intentado comprenderme, cómo había buscado acercarse de una forma genuina. Quizás, si tuviera el valor de abrirme, ella podría comprender. Pero, ¿qué derecho tenía yo de poner en riesgo a alguien como ella? ¿Y cómo podía explicarle lo roto que estaba, lo mucho que me costaba confiar?
El reloj marcaba las tres de la mañana, y el peso del pasado se hacía insoportable. Me prometí a mí mismo que Londres sería un nuevo comienzo, pero ahora sentía que había sido una promesa vacía. Las heridas no sanan con kilómetros, y aunque me esforzaba por ocultarlo, sabía que el pasado aún tenía un poder que me ataba.