Ecos del Pasado

Capítulo 31: Camino al destino

Alexandre Moreau

La maleta rodó detrás de mí mientras cruzaba el vestíbulo del edificio. El amanecer había teñido el cielo de un gris pálido, y el frío de la mañana me golpeó al salir a la calle. No había dormido, pero no lo necesitaba. Había demasiadas cosas ardiendo en mi mente como para pensar siquiera en descansar.

Un coche negro me esperaba junto al bordillo. El conductor, un hombre de mirada inescrutable, salió para abrir la puerta trasera. Allí estaba Chantal, con una sonrisa que parecía más afilada que nunca.

—Puntual, como siempre —dijo, mientras me hacía un gesto para que subiera.

Guardé la maleta en el maletero antes de entrar al coche. El ambiente dentro era cálido, pero cargado de tensión. Chantal me observó durante un momento, sus ojos analizando cada parte de mí como si buscara algo que pudiera usar a su favor.

—¿Todo listo? —preguntó finalmente, su tono casual pero lleno de una autoridad que no podía ignorar.

Asentí, sin mirarla directamente.

—Sí.

El coche arrancó, y el ruido de la ciudad quedó atrás mientras nos dirigíamos hacia el aeropuerto. Durante los primeros minutos, ninguno de los dos habló. Solo se escuchaba el murmullo del motor y el leve crujido del asiento de cuero cuando uno de nosotros se movía.

Finalmente, Chantal rompió el silencio.

—Sabes, esto no es tan diferente de la última vez que dejamos una ciudad juntos. —Su voz era suave, pero la burla en ella era inconfundible.

No respondí. Mi mirada estaba fija en la ventana, observando cómo los edificios pasaban rápidamente.

—Oh, vamos, Alexandre. No me digas que ahora eres el hombre silencioso. —Chantal se inclinó hacia mí, su presencia invadiendo mi espacio personal—. ¿Qué pasa? ¿Te arrepientes?

La miré por un momento, permitiéndole ver la frialdad en mis ojos.

—No.

Su sonrisa se amplió, pero sus ojos no se movieron de los míos.

—Eso es lo que me gusta de ti. Siempre tan decidido, tan predecible.

Me alejé ligeramente, volviendo a mirar por la ventana. Chantal disfrutaba de esto, del control, de la sensación de que había ganado. Y en cierto modo, lo había hecho. Había logrado alejarme de Valérie, de todo lo que había construido aquí, y ahora me llevaba de vuelta a su mundo, donde las reglas siempre las dictaba ella.

—Espero que entiendas algo, Chantal —dije finalmente, mi voz baja pero cargada de intensidad—. Esto no significa que confíe en ti.

Ella rió, un sonido ligero pero lleno de malicia.

—Alexandre, querido, si confiaras en mí, no serías tan interesante.

El coche disminuyó la velocidad al acercarse al aeropuerto. El conductor nos miró brevemente a través del espejo retrovisor antes de detenerse frente a la entrada principal. Chantal salió primero, sus movimientos elegantes y calculados como siempre. Yo la seguí, tomando mi maleta del maletero mientras ella avanzaba hacia las puertas de cristal.

El bullicio del aeropuerto nos envolvió al entrar, pero Chantal parecía completamente inmune al caos a su alrededor. Caminaba con la seguridad de alguien que sabía exactamente hacia dónde iba, y yo la seguí en silencio, sintiendo cómo cada paso me alejaba más de lo que había dejado atrás.

Cuando llegamos al mostrador de check-in, Chantal presentó nuestros pasaportes sin dudar. La asistente nos atendió rápidamente, y en menos de cinco minutos ya teníamos nuestras tarjetas de embarque.

—Italia nos espera —dijo Chantal, guardando su pasaporte en su bolso mientras me miraba con una mezcla de triunfo y expectativa—. Espero que estés listo para lo que viene.

No respondí. En su lugar, tomé mi tarjeta de embarque y me dirigí hacia la zona de seguridad, dejando que el ruido del aeropuerto llenara el silencio que había entre nosotros.

Mientras nos alejábamos, no pude evitar pensar en Valérie. Sabía que en algún lugar de la ciudad, ella estaba despertando a un nuevo día, probablemente enfrentándose a la realidad de que yo ya no estaría allí. Había hecho lo que debía, pero el costo era algo que no podía ignorar.

Chantal caminaba a mi lado, y aunque no lo mostraba, sabía que estaba disfrutando de cada segundo. Para ella, este era solo otro movimiento en su juego interminable. Para mí, era el principio de algo que no podía predecir.

El vuelo a Italia era solo el comienzo. Y aunque no sabía qué esperaba al aterrizar, había una cosa que tenía clara: no podía permitirme fallar.




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