Los años pasaron casi sin que Jade se diera cuenta. Había cumplido catorce años y, aunque seguía arrastrando cicatrices invisibles, su carácter había comenzado a florecer. Seguía siendo una chica lectora, gamer, amante de las novelas y las telenovelas de amor prohibido. También había desarrollado un talento para el dibujo y soñaba, en secreto, con estudiar algún día en el extranjero.
Ese año, una oportunidad apareció ante sus ojos. Una institución internacional estaba ofreciendo intercambios estudiantiles a Corea, y Jade, sin pensarlo, se inscribió. Le emocionaba la idea de alejarse de todo, empezar de nuevo, en otro país, con otros rostros y otros paisajes. Sin embargo, las respuestas no llegarían hasta marzo, y mientras tanto, su vida debía continuar.
Fue en esas vacaciones cuando Carla —que había cambiado mucho desde su rompimiento con Fabricio y ahora parecía más madura— llegó con una propuesta tentadora.
—¿Quieren venir a un campamento? —preguntó, con su típica sonrisa traviesa—. Es de ingeniería, pero no importa, nos vamos a divertir.
Jade y Emmy se miraron, confundidas.
—¿De ingeniería? —repitió Emmy, arqueando una ceja—. ¿Y por qué nos invitarían?
Carla soltó una risa pícara y se acercó como contando un secreto.
—Porque… conocí a un chico ahí. Le dije que tenía diecinueve y estudiaba ingeniería. Pero tengo diecisiete. Así que tendremos que falsificar nuestros DNI.
—¿Estás loca? —exclamó Jade, en shock.
—Ay, vamos. ¿Quién nos va a revisar? Además, solo es por diversión.
Después de unos segundos de silencio, Emmy fue la primera en ceder.
—Bueno… podría ser divertido.
Jade dudó. Su madre jamás se lo permitiría. Pero la idea de hacer algo diferente, de romper las reglas, la sedujo. Y, sobre todo, no quería quedarse atrás.
—Está bien —dijo al fin—. Pero le diré a mi mamá que es un campamento de niñas.
Así fue como, unas semanas después, las tres chicas lograron entrar al campamento. Los encargados no se fijaron demasiado en los documentos, y pronto estaban instaladas en sus cabañas, rodeadas de jóvenes de distintas edades, la mayoría mayores que ellas.
Fue ahí donde Jade conoció a Luke Anurak.
Luke era un chico de dieciocho años, alto, con rostro serio, piel dorada y ojos oscuros como la noche. Era tailandés, pero estudiaba en Estados Unidos gracias a su familia adinerada. Desde la primera vez que sus miradas se cruzaron, Jade sintió algo extraño, una mezcla de nerviosismo y emoción.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó él, con voz grave.
—Jade —respondió, intentando sonar natural.
Se hicieron inseparables. Paseaban por los senderos del bosque, se escondían en el taller de pintura para conversar, y compartían confesiones bajo las estrellas. Jade, por primera vez en mucho tiempo, se sentía viva.
Pero había un problema.
Luke creía que Jade tenía dieciocho años.
Una tarde, incapaz de cargar con la mentira, ella decidió decirle la verdad.
—Luke… yo no tengo dieciocho —susurró, mirando al suelo.
Él la miró, confundido.
—¿Cuántos tienes?
—Catorce.
El silencio que siguió fue como una bofetada. Luke palideció, frustrado y enojado a la vez. Se apartó de ella, pasándose las manos por el cabello.
—No podemos estar juntos, Jade. No puedes mentir con algo así.
Sin esperar respuesta, se alejó.
Jade lloró en silencio en el taller de pintura, abrazada a uno de sus dibujos. Pero la peor de las pesadillas estaba a punto de comenzar.