El despacho estaba en silencio. Solo el tic-tac del viejo reloj sobre la chimenea marcaba el paso del tiempo, implacable. Alexander permanecía de pie junto a la ventana, con la espalda recta y las manos entrelazadas detrás de la espalda. Desde allí, veía los jardines donde unas horas antes Martina le había dicho adiós.
Y él, aunque había asumido con calma el que ella se había ido, ahora sentía el peso real de esa despedida. Le dolía, le dolía más de lo que había previsto. No porque la hubiera amado. No de la forma en que el amor se graba en la piel o se cuela en las entrañas. Pero sí la había querido. Le había tenido afecto. Respeto. Confianza. Habían compartido años de alianzas tácitas, de miradas cómplices en medio de cenas formales, de secretos y situaciones en diversas ocasiones.
Martina había sido su constante, y perder esa constancia dejaba un eco vacío, como una habitación cerrada después de mucho tiempo. Pero no era solo pérdida lo que sentía, era también una revelación, porque en medio de ese adiós, algo se había abierto dentro de él. Algo que llevaba años enterrado bajo capas de deber, silencio y estrategia. El recuerdo de Lía.
No solo de la consejera brillante que caminaba por la corte con la frente en alto, sino de la niña que había sido su primer amor. De la joven con la que había compartido risas sin máscaras, tardes sin deberes, palabras sin protocolo.
Ella. Siempre había sido ella. Lo había sabido entonces, y lo recordaba ahora con más fuerza que nunca.
Y mientras observaba cómo la brisa mecía los pétalos del jardín, Alexander comprendió que el final con Martina no solo lo liberaba a él… también le devolvía la oportunidad de empezar con Lía. No como un niño enamorado. No como un príncipe atrapado. Sino como un hombre decidido.
Sabía que Lía lo había visto siempre como un hermano. Un confidente. Un compañero leal. Nunca como un amor.
Y sin embargo, eso no lo desanimaba. Porque ahora estaba libre. Y ella también. Porque ahora podía intentar ganarse su mirada de otra manera.
Alexander se volvió y cruzó el despacho hasta su escritorio. Se dejó caer en el sillón con un suspiro, pero esta vez no fue cansancio. Fue algo más parecido a la esperanza. A una segunda oportunidad.
Tal vez Martina lo había conocido como el príncipe del deber. Pero con Lía… Con Lía él quería mostrarse entero.
No iba a forzar lo que no estaba allí. No esperaba una respuesta inmediata. Pero tenía claro su objetivo: demostrarle que lo que una vez fue imposible, ahora podía construirse.
No porque el reino lo necesitara, sino porque él la quería. Porque siempre la había querido. Y ahora que todo había cambiado, ya no iba a dejar que ese amor siguiera siendo solo un recuerdo. Iba a luchar por hacerlo real.
La noche cayó con un manto espeso sobre el castillo, silenciando los corredores y apagando la calidez que el día aún sostenía. Alexander, vestido con ropas de viaje oscuras y una capa sin insignias, aguardaba en el extremo este de la fortaleza, donde un viejo acceso de servicio, ya olvidado por la mayoría, se abría hacia los túneles subterráneos.
No tuvo que esperar mucho.
Lía apareció envuelta en una capa gris, el cabello recogido y los ojos alertas. Se detuvo frente a él, y por un segundo ninguno habló. No hacía falta. Ambos sabían lo que iban a hacer.
—¿Lista? —preguntó él en voz baja.
—Siempre —respondió ella, y esa simple palabra encendió algo en su pecho.
Caminaron en silencio por el túnel de piedra húmeda, sus pasos amortiguados por la tierra y las sombras. Solo llevaban una antorcha pequeña, lo justo para iluminar sin ser detectados. Durante largo rato, solo se oía el crujido de sus botas y el leve chisporroteo del fuego.
—Estuve pensando en lo que dijiste —dijo Alexander finalmente—. Sobre Alistair. Y los recuerdos que ambos tenemos...
—Ninguno lo vio traicionar al reino directamente —dijo Lía sin girarse—. Y sin embargo, todo el mundo lo dio por culpable. Demasiado conveniente.
—Demasiado limpio —añadió él.
Caminaron en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos, hasta llegar al punto de encuentro. Era una vieja torre en ruinas, oculta entre las colinas que bordeaban la capital. Solo los miembros más antiguos de la guardia sabían de su existencia. Allí, según la nota anónima que habían recibido hoy en la tarde, alguien los esperaba.
—¿Estás segura de que es fiable? —preguntó Alexander en voz baja.
—No —respondió Lia con sinceridad—. Pero si lo es… podríamos estar a un paso de descubrir la verdad sobre Alistair.
El sonido de una piedra cayendo los alertó. Ambos se tensaron de inmediato, desenvainando sus armas. Una figura encapuchada emergió de la oscuridad, con pasos cautelosos y la respiración agitada.
—Vienen armados —murmuró el hombre—. Bien. Así debe ser.
—¿Quién eres? —preguntó Alexander, firme, aunque sin agresividad.
—Solo alguien cansado de ver cómo se repite la historia —respondió el desconocido, apartando la capucha. Era un hombre de rostro curtido, con cicatrices que hablaban de más batallas que años—. Fui espía del rey en su juventud. Le debía mi vida… pero ya no me queda lealtad para un trono envenenado por su propia corte.
Lia intercambió una mirada rápida con Alexander.
—¿Qué sabes sobre Lord Alistair? —preguntó ella.
El hombre dejó caer una bolsa de cuero polvorienta entre ellos. Dentro, había documentos sellados, varios informes y una carta firmada por el mismísimo comandante del ejército del sur.
—Lo están usando —dijo el espía—. Lord Alistair fue apartado de los asuntos clave en los últimos meses. Discretamente. Con la excusa de proteger al rey. Pero en realidad… lo están preparando como chivo expiatorio.
—¿Quién? —preguntó Alexander, tenso.
—Los del círculo interno. Algunos del consejo. El rey está demasiado enfermo para gobernar, pero su firma aún tiene poder. Y Alistair, como su consejero principal, tiene acceso a todo. Si algo sale mal… si el reino cae… ¿a quién culparán?
Lia tragó saliva.
—A quien no puede defenderse sin parecer culpable —murmuró.
El espía asintió.
—Y quien además tiene enemigos antiguos… por su severidad, por su discreción. Siempre fue demasiado correcto. No tiene aliados reales. Solo el rey. Y él ya no puede protegerlo.
Alexander recogió uno de los documentos. Era una carta dirigida a un noble del este, insinuando que Alistair había negociado con fuerzas externas. La carta era falsa. Perfectamente escrita, con fechas que coincidían con días en los que, según sus recuerdos, Alistair ni siquiera estaba en la capital.
—Esto es más grande de lo que imaginábamos —dijo él, con voz grave—. No solo quieren derribarlo a él. Quieren destruir todo lo que representa este reino. Todo por la codicia.
El espía se puso la capucha.
—Yo ya he hecho mi parte. Me marcho esta misma noche. Pero si ustedes quieren evitar que algo malo pase… hagan algo. Y háganlo pronto.
Desapareció entre las sombras tan rápido como había llegado.
Lia y Alexander se quedaron solos, el silencio de la noche apretándoles el pecho. El viento soplaba con fuerza ahora, agitando sus capas como una advertencia.
—Nos están ganando terreno sin mover un solo soldado —dijo Lia, guardando los documentos—. Y si no sacamos a la luz esta verdad, no solo Alistair caerá. Caeremos todos con él.
Alexander asintió lentamente, pero su mirada se posó en ella, y esta vez no era solo determinación lo que brillaba en sus ojos.
—Lo vamos a lograr, esta vez si venceremos.
Ella lo miró, y por un momento se permitió dejar caer la guardia. Sus ojos se encontraron, tan cerca como la vez anterior, pero ahora con una promesa que no necesitaba palabras.
El amanecer llegó con una quietud extraña. La ciudad aún dormía, ajena a las decisiones que se cocían en lo alto del castillo. En la sala privada del príncipe, Alexander estaba de pie junto a la mesa del consejo, observando los documentos que el espía les había entregado la noche anterior. Lia estaba frente a él, con la misma capa gris que había usado durante la salida. Ambos sabían que lo que habían descubierto no podía quedarse en la sombra por mucho más tiempo.
—Van a moverse pronto —dijo Alexander, rompiendo el silencio—. Si logran que el rey firme la destitución de Alistair o lo mandan a ejecutar, será el principio del fin. Y eso nos deja una sola opción.
Se giró hacia ella, con el ceño fruncido y los ojos decididos.
—Voy a adelantar la ceremonia de coronación.
Lia lo miró sin sorpresa. Lo había presentido desde que volvieron. Alexander siempre había sido un líder preparado, pero ahora hablaba con el tono de un hombre que no iba a esperar más.
—¿Y qué pasará con el rey? —preguntó ella, con voz baja.
—Seguirá siendo nuestro soberano —respondió él—, pero yo asumiré el poder oficialmente como regente hasta que él… —hizo una pausa— ya no pueda sostener el trono. Con la corona, podré reorganizar el consejo, proteger a Alistair y cerrar filas antes de que la conspiración avance.
Lia asintió. Lo admiraba en ese momento más que nunca. No solo por su fuerza, sino por su lucidez. Por la forma en que cargaba el peso de todos sin flaquear.
—¿Cuándo? —preguntó.
—En dos semanas a partir de hoy.
El anuncio cayó como un rayo en la sala. Rápido. Implacable.
Alexander se acercó, deteniéndose a escasos pasos de ella. Su rostro mostraba algo más ahora. Una decisión que no era solo política.
—Y quiero que estés a mi lado ese día —dijo.
Lia alzó la mirada, su corazón latiendo más fuerte.
—Lo estaré. Soy tu consejera.
Alexander negó suavemente con la cabeza.
—No solo como consejera —dijo con voz firme—. Quiero que estés a mi lado… como mi esposa.
El silencio que siguió fue absoluto. Solo el sonido lejano de los pájaros comenzando a cantar rompía la tensión.
Lia retrocedió apenas un paso, no por miedo, sino por lo que eso significaba. Durante años, esa posibilidad había sido enterrada bajo capas de deber, de errores pasados, de imposibilidades. En su primera vida, lo había rechazado. En su segunda, había entendido lo que perdió. Y ahora, en esta tercera… ¿tenía una nueva oportunidad?
—Alexander… —susurró—. ¿Estás seguro?
Él extendió una mano hacia ella, sus ojos fijos en los suyos.
—Te he amado desde antes de entender lo que era el amor. Y aunque renuncié a ti una vez, no pienso volver a hacerlo. Si tú me aceptas… no como futuro rey, sino como el hombre que quiere compartir este camino contigo, te juro que haré todo para proteger lo que construyamos juntos.
Lia sintió cómo el peso de las tres vidas se asentaba sobre su pecho. Y, por primera vez, no dolía. Había una paz distinta, una certeza.
—Acepto —dijo, sin temblor en la voz—. Esta vez, sí.
Alexander cerró los ojos un instante, como si las palabras le atravesaran el alma. Luego tomó su mano y la besó con lentitud, con una ternura que Lia jamás había sentido de él… y que ahora reconocía como real.
La promesa estaba hecha.
No solo por la corona.
No solo por el reino.
Sino por lo que nunca fue…
Y que ahora, al fin, estaba naciendo.