Ah, los intelectuales ilustres, esos semidioses que la historia nos ha impuesto como faros de la civilización.
Nos dicen que debemos rendir homenaje a Florentino Ameghino, Pedro Bonifacio Palacios, Carlos
Spegazzini, y, por qué no, añadimos a la lista a Charles Darwin, Sigmund Freud y Karl Marx, como si sus
teorías fueran el evangelio y sus palabras inmutables verdades. ¡Qué risible reverencia!
Florentino Ameghino, era naturalista autodidacta, paleontólogo y geólogo. ¡Qué increíble! Nos convenció
de su versión de la evolución y la prehistoria con una seguridad que solo un hombre de su tiempo podía
tener. ¿Acaso importa que algunas de sus teorías fueran refutadas posteriormente? ¡Claro que no! Su
legado debe ser venerado, aunque construyó castillos en el aire con fósiles que interpretó a su antojo.
Pedro Bonifacio Palacios, “Almafuerte”, el poeta de la justicia social. ¡Qué ironía! Criticaba la corrupción
y los abusos con tal fervor que uno podría pensar que nunca se miró en un espejo. Sus palabras, cargadas
de moralismo y grandilocuencia, parecen olvidarse de la complejidad humana. ¡Cómo si el mundo se
dividiera en buenos y malos, y él, por supuesto, en la categoría de los impolutos!
Carlos Spegazzini, el coleccionista de hongos. ¡Qué noble misión! Recorrer el país para encontrar especies
de hongos que nadie más veía. ¿Y qué? ¡Claro, pongamos su nombre en los altares de la ciencia! No
importa que su obsesión fuera casi patológica, ni que muchos de esos hongos no interesen a nadie fuera de
su círculo de micólogos.
Y ahora, Charles Darwin: el padre de la teoría de la evolución. ¡Cuánto respeto se le debe! Nos enseñó que
descendemos de simios y que la supervivencia del más apto es la ley de la naturaleza. ¿Pero quién se atreve
a cuestionar la crueldad implícita en sus teorías? ¿Quién señala que su visión de la naturaleza es tan
despiadada como el capitalismo salvaje que su época defendía?
Sigmund Freud: el padre del psicoanálisis. ¡Qué genio! Nos convenció de que todos nuestros problemas se
originan en el subconsciente y que nuestros sueños son la clave de nuestros deseos reprimidos. ¿Acaso
importa que sus teorías sean vistas ahora como pseudociencia? ¡No! Sigamos alabándolo como el gran
explorador de la mente humana, aunque sus métodos fueran más místicos que científicos.
Karl Marx, el profeta del comunismo. ¡Qué revolucionario! Nos dijo que la historia es una lucha de clases
y que el proletariado debe levantarse contra la burguesía. ¿Y qué importa que sus ideas hayan llevado a
regímenes totalitarios y millones de muertos? Sigamos viendo su teoría como la salvación de los
oprimidos, sin importar el precio pagado en sangre.
Friedrich Nietzsche, aquel que gritó “Dios ha muerto”. ¿Qué pensaría Nietzsche de estos santos laicos?
Probablemente se burlaría de nuestra reverencia ciega. “Los dioses también pueden tener pies de barro,”
diría, y nos invitaría a mirar más allá de sus halos. Nos recordaría que, como humanos, estos intelectuales
también estaban atrapados en sus propias sombras y prejuicios.
¡Vamos, humanidad! Sacudámonos de la dictadura de estos ídolos caídos. Cuestionemos sus teorías,
burlemos sus pretensiones de verdad absoluta. No necesitamos dioses en la ciencia, la literatura o la
cultura. Necesitamos mentes críticas y libres, capaces de ver más allá del culto a los grandes nombres. La
verdadera sabiduría no teme a la duda, y la verdadera libertad no se inclina ante ningún altar.