En la tierra de los hombres, donde las sombras del poder devoran la luz de la verdad, ha surgido un
monstruo nuevo, un engendro de la indiferencia y la corrupción. El joven Loan desaparecido en
Corrientes, tragado por las aguas turbias de la complicidad, mientras los titiriteros del estado, esos
monstruos de rostros sombrío, juegan su macabro espectáculo.
Patricia Bullrich, ministra de seguridad, se pasea en el escenario mediático como una Quimera,
fusionando el rostro del león con la lengua de la serpiente, lanzando promesas huecas y fabricando
distracciones con el fervor de un prestidigitador. Su discurso es un torbellino de palabras vacías, un
espejismo destinado a confundir y desviar la atención de la verdad que se esconde detrás del velo.
El gobernador de Corrientes, en su patético intento de retórica, se convierte en un Pegaso mutilado,
incapaz de volar por encima de su propia incompetencia. Sus palabras, carentes de alas, caen pesadamente
al suelo, resonando con el eco de la desesperanza y el cinismo.
Y mientras tanto, el presidente Milei, en sus esotéricos viajes al exterior, se distancia de la realidad
ardiente de su propio país. Como un demonio escapando de las llamas, huye del caos que ha dejado tras
de sí, ignorando las súplicas de aquellos que aún creen en un rescate imposible. Su ausencia es una sombra
que se extiende, una monstruosidad que niega el ser, que desafía la forma y la función.
En esta tragedia griega moderna, los monstruos no son seres mitológicos, sino hombres y mujeres que han
transgredido las leyes de la humanidad. Son aberraciones del poder, bestias sin forma que habitan en los
intersticios de la moralidad, burlando las fronteras entre el deber y la traición. No conocen leyes, solo el
caos que siembran a su paso, dejando un rastro de dolor y desesperanza.
Los monstruos de nuestro tiempo no son leones, cabras o serpientes, sino figuras de autoridad que han
perdido su humanidad. Son antinaturalidades disfuncionales, errores del sistema que no cumplen ninguna
función más que perpetuar su propia existencia corrupta. Y mientras estos monstruos devoran todo a su
paso, el país se prende fuego, consumido por las llamas de la injusticia y la desolación.
Aristóteles podría haber llamado monstruo a una foca por su vida anfibia, pero los verdaderos monstruos
son aquellos que, sin ser ni hombre ni bestia, han olvidado lo que significa ser humano. En su indiferencia
y crueldad, han desdibujado las líneas entre el bien y el mal, convirtiendo la realidad en un paisaje de
pesadilla, donde la justicia es un mito y la esperanza, un susurro perdido en el viento.