¡Ah, la grandilocuencia de la farsa! El circo político nos ofrece una nueva función, un desfile militar el 9 de
julio, como si fuese un glorioso espectáculo de fuegos artificiales en la noche del saqueo. El secretario de
derechos humanos del CECIM, Ernesto Alonso, con un suspiro de desprecio bien justificado, lanza su
condena al vacío de la solemnidad perdida. “Estamos muy distanciados de lo que es el espíritu de la
conmemoración”, proclama, mientras las marionetas del gobierno sacuden sus espadas de papel.
El eco de las memorias amargas de la guerra de Malvinas resuena, y los exsoldados conscriptos se alzan en
un grito de repudio, como si su dolor fuese un fósforo encendido en la oscuridad de la traición.
“Repudiamos participar en un desfile anacrónico ante un presidente que intentó poner en venta, al peor
postor, a la República Argentina”, afirman, con la claridad cortante de quienes han visto la cara del
abandono y la ignominia.
Ernesto Alonso, como un profeta cansado de predicar en el desierto, denuncia la hipocresía de una
invitación que no es más que un adorno barato en el escaparate del poder. “Es un Gobierno que viene
desarrollando una política nefasta que ha reimplantado el coloniaje en nuestro país”, dice, mientras los
titiriteros de la política siguen moviendo los hilos de la dominación.
La misma organización que arrancó, con uñas y dientes, la inconstitucionalidad del decreto 70/23, nos
advierte que este desfile no es más que una repetición del teatro del horror. “Va a ser un desfile del terror”,
sentencia Alonso, evocando la fantasmagoría de 2016, donde los espectros de los torturadores de
Malvinas marchaban con insolente impunidad.
Al final, este patético desfile no es más que una advertencia, una llamada a la consciencia adormecida de
una sociedad que se ha acostumbrado a la mentira institucionalizada. “Si son de la democracia, ¿por qué
siguen llevando esa mochila de esas órdenes que dejaron implementada desde la dictadura de negar todo
esto?”, se pregunta Alonso, retóricamente, sabiendo que la respuesta está perdida en el laberinto de la
complicidad y el olvido.
Así, mientras el gobierno quita recursos a unas Fuerzas Armadas que deberían ser de la democracia, nos
encontramos, una vez más, atrapados en la disonancia cognitiva de una conmemoración que no celebra la
libertad, sino que encubre la persistencia de la opresión. “Estamos muy distanciados de lo que es el
espíritu de la conmemoración del 9 de julio”, sentencia Alonso, como un último clavo en el ataúd de
nuestras ilusiones democráticas.