Ah, la cuestión de Dios, ese enigma que nos tiene rascándonos la cabeza desde tiempos inmemoriales,
porque claro, nada mejor que debatir sobre lo indemostrable para matar el tiempo. Imaginen, si pueden, a
esos filósofos antaño, encorvados sobre sus manuscritos, devanándose los sesos para llenar páginas y
páginas con argumentos que, francamente, nos hacen preguntarnos si no tenían otra cosa mejor que
hacer. Pero claro, cuando no existía Netflix, ¿qué más daba?
Vamos a darle una vuelta a la magna conclusión de San Anselmo. Sí, esa maravilla a priori donde dice que
Dios debe existir porque no hay nada mayor que pueda ser pensado. ¡Por supuesto! Porque, ¿quién
necesita pruebas empíricas cuando puedes ganar el argumento simplemente por lógica verbal? Y no
olvidemos a Santo Tomás de Aquino, con su elegante danza filosófica siguiendo a Aristóteles, llevando
todo el espectáculo a través de las cinco vías hasta llegar al mismo punto: Dios existe porque alguien tiene
que ser el motor inmóvil y demás tonterías. ¿Cuántas noches de insomnio habrá evitado Aquino con ese
razonamiento tan redondo?
Luego tenemos al bueno de Pascal, que decidió que la existencia de Dios se puede resolver con una simple
apuesta. ¡Magnífico! Un juego de azar, ni más ni menos. Porque, claro, la vida eterna y la condenación
infinita deben decidirse con la misma frivolidad con la que uno elige entre cara y cruz. Pero no te
preocupes, nos dice Pascal, que si pierdes no pierdes nada. Nada, claro, porque ¿quién necesita certezas
cuando puedes vivir toda tu vida bajo la suposición de un premio celestial o una sanción infernal?
El genio pragmático de Pascal nos asegura que si creemos y Dios existe, ganamos todo, y si no, no
perdemos nada. ¡Qué alivio! Porque perder tiempo, libertad, y el esfuerzo de una vida entera dedicada a
un dogma no cuenta, ¿verdad? Es impresionante cómo Pascal, el gran matemático y físico, simplifica la
cuestión de la fe a una mera transacción de costos y beneficios. Y, como era de esperar, su enfoque ha sido
tan trivializado que hasta los críticos más suaves se han dado cuenta de que deja fuera del juego a un
sinfín de deidades y religiones.
En definitiva, la existencia de Dios parece depender más del arte de la argumentación rebuscada que de
cualquier realidad tangible. San Anselmo y Santo Tomás, en su infinita sabiduría, se pierden en un
laberinto de palabras, y Pascal, con su apuesta, convierte la fe en un casino cósmico. Ah, la filosofía,
siempre tan elegante, tan sublime, y tan completamente desconectada del sentido común.