En Buenos Aires circulaba una leyenda entre los jóvenes de la ciudad: decían que, en la línea de subte A, después de medianoche, los trenes se detenían en una estación fantasma. Se hablaba de viajeros que nunca regresaban, de susurros que se escuchaban desde los túneles y de figuras que se movían en la oscuridad.
Un grupo de amigos, Carla, Martín, Leo, Ana, y Florencia, decidieron una noche comprobar si esos rumores eran ciertos. La emoción de hacer algo prohibido y peligroso los llenaba de adrenalina. Eran escépticos, pero la idea de explorar una historia de terror los emocionaba.
El plan era sencillo: tomar el último tren de la línea A y viajar hasta el final. Si no encontraban nada, se reirían de las historias y volverían a casa. Pero si lo hacían... se asegurarían de captarlo todo con sus celulares.
—Si llegamos a la estación fantasma, seguro nos hacemos virales —bromeó Carla, aunque había algo en su tono que reflejaba un pequeño nerviosismo.
—Esto va a ser épico —respondió Leo, siempre el más temerario del grupo.
Llegaron a la estación Plaza de Mayo minutos antes de la medianoche. Las luces parpadeaban ligeramente y había muy pocas personas esperando el tren. Parecía que la ciudad entera se había retirado.
—Es como si todos supieran algo que nosotros no —dijo Ana, mientras observaba a su alrededor.
El tren llegó con un chirrido metálico. Subieron rápidamente, ocupando uno de los vagones casi vacíos. La tensión entre ellos se podía sentir en el aire, pero ninguno quería admitir que estaba asustado.
—Acordate de grabar todo —le recordó Martín a Carla, que había encendido la cámara de su celular.
A medida que el tren avanzaba, el ambiente se volvía más pesado. Las estaciones pasaban sin problemas, pero cuando el reloj marcó exactamente la medianoche, las luces del tren parpadearon. Al principio, lo tomaron como una simple falla eléctrica.
Pero cuando el tren salió de la estación Piedras, todo cambió.
—¿Por qué está yendo tan lento? —preguntó Florencia, mirando por la ventana. El paisaje del túnel parecía distorsionarse, como si las sombras se alargaran y se movieran por sí solas.
—¿Qué pasa con las luces? —murmuró Ana, nerviosa, mientras los parpadeos aumentaban en frecuencia.
De repente, el tren se detuvo con un golpe seco en medio del túnel. La oscuridad los envolvió por completo.
—¿Es parte del recorrido? —preguntó Leo en un tono que intentaba sonar tranquilo, pero que traicionaba su nerviosismo.
—No... esto no es normal —dijo Martín, poniéndose de pie. Ninguno de ellos lo había dicho, pero sabían que algo estaba terriblemente mal.
Después de unos minutos eternos, el tren arrancó lentamente y se detuvo en una estación que no reconocían. Las luces parpadeaban, y un letrero oxidado y casi ilegible colgaba en la pared. Solo se distinguían las palabras "San...".
—Esta estación no está en el mapa —dijo Carla, mirando su celular, pero no había señal.
—Debe ser la estación fantasma —dijo Leo, intentando mantener el ánimo.
—No sé si quiero averiguarlo —susurró Ana, que se negaba a salir del vagón.
Pero Leo, con su típica actitud desafiante, dio el primer paso fuera. Martín lo siguió, luego Florencia, Carla y, finalmente, Ana, aunque se veía visiblemente aterrada.
El andén estaba cubierto de polvo, y el silencio era aplastante. Las paredes tenían grafitis antiguos, y el aire era pesado, como si no hubiera sido respirado en años.
—¿Escucharon eso? —preguntó Florencia de repente.
Desde los túneles, comenzaron a escuchar un suave murmullo. Era como si una multitud estuviera hablando en un idioma incomprensible. Los sonidos crecían en intensidad, envolviendo todo el espacio.
—¿Quién está ahí? —gritó Leo, buscando desafiar lo que fuera que estaba haciendo esos ruidos.
Pero no hubo respuesta, solo el murmullo, que ahora sonaba más cerca, como si estuviera justo detrás de ellos.
Martín apuntó la linterna de su celular hacia el túnel, y por un segundo, vieron algo. Una figura delgada, pálida, casi translúcida, se arrastraba hacia ellos. Parecía una persona, pero algo en su forma era antinatural, como si estuviera descompuesta y distorsionada por la oscuridad.
—¡Corran! —gritó Ana, tirando de la mano de Florencia.
Todos corrieron hacia el tren, pero cuando llegaron, las puertas se cerraron ante sus ojos. El tren arrancó sin ellos, dejándolos atrapados en la estación.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Carla, su voz temblando.
El murmullo se convirtió en un grito desgarrador que resonaba en todas direcciones. La figura en el túnel ahora se multiplicaba, y más sombras comenzaban a emerger, sus cuerpos torcidos y desfigurados. Eran los restos de personas que nunca habían escapado de la estación.
—¡Por acá! —gritó Martín, señalando una salida de emergencia que había en el andén.
Corrieron sin mirar atrás, subiendo las escaleras oxidadas. Pero mientras avanzaban, las voces no desaparecían; solo aumentaban, resonando en sus cabezas. No eran simples ecos: parecían palabras de advertencia, de terror antiguo.
Finalmente, llegaron a una puerta. Leo la empujó con todas sus fuerzas, y salieron a la superficie, jadeando. Pero lo que encontraron no era la ciudad que habían dejado atrás. Las calles estaban vacías, y la luna brillaba de manera extraña. Algo no estaba bien.
—¿Dónde estamos? —preguntó Carla, mirando alrededor, el pánico en su voz.
Las sombras en las calles parecían moverse por sí mismas, y el murmullo que habían escuchado en el subte ahora flotaba en el aire. No habían escapado; la estación fantasma había venido con ellos.
Esa fue la última vez que se vio al grupo de amigos. Las cámaras de seguridad de la ciudad los registraron saliendo del subte, pero jamás llegaron a casa. Los rumores crecieron después de su desaparición, alimentando la leyenda del subte de medianoche. Algunos decían que se los había tragado la oscuridad; otros creían que estaban atrapados en un ciclo eterno, buscando una salida que nunca encontrarían.