Hace seis meses, Martín, el hijo de Gustavo, había desaparecido junto con un grupo de amigos en el subte de Buenos Aires. La policía había investigado, pero no encontraron ninguna pista concluyente. Habían rastreado cámaras de seguridad y entrevistado a testigos, pero después de semanas de búsqueda, el caso fue archivado como uno de esos misterios sin resolver. Gustavo nunca aceptó esa resolución. Su hijo no podía haber desaparecido sin dejar rastro, y algo dentro de él le decía que Martín seguía en alguna parte, esperándolo.
Una noche, mientras revisaba antiguos artículos y foros de internet sobre leyendas urbanas del subte, Gustavo encontró algo que captó su atención: un hombre afirmaba haber visto una estación olvidada en la línea A, una estación que no aparecía en los mapas oficiales. Decían que aquellos que la encontraban solían ser personas que buscaban algo o a alguien... y rara vez regresaban.
Desesperado, Gustavo decidió hacer lo que la policía no había podido. Cargó su mochila con linternas, su celular, una pequeña libreta y algo de comida. Esa noche tomaría el último tren de la línea A, tal como lo había hecho su hijo seis meses atrás. Él iría a buscarlo, sin importar el costo.
—Te voy a encontrar, hijo —le prometió a la foto de Martín que se encontraba en el marco de la repisa antes de salir.
El subte estaba desierto a esa hora. Eran las doce menos cuarto y Gustavo ya estaba sentado en el vagón, solo. El tren avanzaba de manera monótona, pasando por las estaciones una tras otra. A medida que se acercaba a la medianoche, notó que las luces del vagón parpadeaban levemente. Ya había leído sobre esto: era la señal de que el tren estaba cruzando hacia el "otro lado", hacia la estación olvidada.
De repente, el tren se detuvo en medio de un túnel. Gustavo se levantó, nervioso, mirando a su alrededor. Las puertas no se abrían, pero desde la penumbra del túnel comenzó a escuchar algo: un murmullo, como el eco de una conversación distante. Respiró hondo y esperó.
El tren finalmente arrancó de nuevo, pero esta vez iba mucho más lento. Las luces volvieron a parpadear hasta apagarse por completo. Después de lo que parecieron horas, el tren se detuvo en una estación oscura, sin nombre visible.
—Este debe ser el lugar —se dijo Gustavo, agarrando su mochila y observando las letras "San" en un oxidado cartel.
Las puertas del tren se abrieron con un chirrido y Gustavo salió, iluminando el andén con su linterna. El lugar estaba cubierto de polvo, como si nadie hubiera estado allí en décadas. Las paredes, ennegrecidas y deterioradas, parecían absorber la poca luz que había. Gustavo avanzó cauteloso, observando cada rincón en busca de pistas.
—¡Martín! —llamó, su voz resonando en la vasta oscuridad.
Nadie respondió, pero el eco de su grito pareció despertar algo en el ambiente. Sentía que no estaba solo, aunque no podía ver nada más allá del haz de su linterna.
De repente, escuchó un ruido. No era un eco, sino algo más, un movimiento leve detrás de él, como si alguien estuviera siguiendo sus pasos. Se giró rápidamente, pero no había nada. El miedo comenzó a asentarse en su pecho, pero se obligó a seguir caminando.
—Solo estás asustado, no es nada —se dijo a sí mismo, intentando calmarse.
Mientras avanzaba por el andén, las voces comenzaron a regresar, más claras esta vez. Era como si alguien, o algo, estuviera susurrando su nombre. Eran voces distantes, susurros fríos que recorrían el aire.
—¡Gustavo...! —el susurro era tan claro que se le heló la sangre. No era posible. Miró a su alrededor, buscando el origen de esa voz familiar.
—¡Papá! —la voz de Martín resonó en los túneles.
Gustavo sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La voz provenía de un túnel oscuro a su izquierda. Sin pensarlo dos veces, corrió hacia el sonido, gritando el nombre de su hijo.
—¡Martín, hijo, estoy acá! ¡Decime dónde estás!
Pero cuanto más corría, más lejano se hacía el eco de la voz. Se adentró en el túnel, donde las paredes parecían moverse como sombras vivientes. Sentía una presión extraña en el pecho, como si el aire se volviera más pesado con cada paso.
De repente, un golpe seco lo detuvo en seco. La linterna iluminó algo delante de él: una figura delgada, retorcida, que parecía ser humana, pero que estaba cubierta de lo que parecía ser... tela de araña. Gustavo dio un paso atrás, aterrorizado. Los ojos vacíos de la figura lo miraban fijamente, y en un susurro ahogado, escuchó de nuevo:
—Papá...
Gustavo sintió que se desmayaba. Era Martín, pero algo no estaba bien. Su hijo estaba allí, pero su cuerpo parecía haber sido envuelto por la oscuridad misma. Sus ojos vacíos y su piel descolorida eran una visión que nunca había imaginado.
—¿Martín...? —susurró, temblando.
Pero la figura no respondió. Solo se quedó allí, observándolo, como si estuviera atrapada entre dos mundos. Las sombras alrededor de Martín comenzaron a moverse, y Gustavo se dio cuenta de que no estaban solos. Había más figuras en el túnel, más personas envueltas en esa oscuridad espesa.
—¿Qué te paso, hijo? —gritó Gustavo, intentando acercarse a su hijo.
Pero antes de que pudiera tocarlo, una mano fría y pesada se posó en su hombro. Al girarse, se encontró cara a cara con una sombra alta y delgada, con un rostro apenas discernible. No era humano. Los ojos vacíos de la criatura lo atravesaron, y Gustavo sintió que su cuerpo se congelaba.
—Él ya no te pertenece —dijo la sombra, con una voz que no era de este mundo.
Gustavo intentó correr, pero sus piernas no respondían. El miedo lo había paralizado por completo. Las sombras lo rodeaban, cada una con un rostro distinto, algunas con expresiones de dolor, otras con miradas vacías. Eran los restos de aquellos que, como su hijo, habían quedado atrapados en esa estación maldita.
Con un último esfuerzo, logró soltarse y corrió de vuelta hacia el andén, dejando atrás los susurros y las sombras que lo perseguían. Sentía la presencia de las criaturas detrás de él, pero no se atrevía a mirar atrás. Solo quería escapar.