Ecos Temporales (basada en El Mundo de Jennel)

Introducción : Mosaico Temporal

El sol se hunde lentamente detrás de la silueta de las palmeras, proyectando sombras alargadas sobre los arrozales que se extienden más allá del pueblo. Una brisa templada sopla desde el mar, trayendo consigo el olor del salitre y de las especias tostadas que escapan de los fogones. Los gritos de los niños se atenúan mientras las familias terminan su comida, sentadas sobre esteras de ratán frente a sus casas de madera sobre pilotes.

Poco a poco, los aldeanos convergen hacia la gran estructura de bambú en el centro del poblado: el warung, un refugio abierto donde se celebran los eventos comunitarios. Esta noche es especial: el dalang, maestro del wayang kulit, va a relatar historias antiguas, leyendas venidas de épocas olvidadas.

Los hombres se sientan con las piernas cruzadas sobre largas esteras de pandan, mientras que las mujeres y los niños se colocan un poco más atrás. Un murmullo de expectación recorre la asamblea. Se plantan antorchas de bambú alrededor del warung, proyectando una luz trémula sobre los rostros impacientes.

Los muchachos juegan a imitar a los héroes de las leyendas, blandiendo palos como si fueran kris imaginarios, pero una mirada severa de los ancianos les recuerda que el momento es solemne. A un lado, los músicos se preparan, golpeando suavemente los gongs y ajustando los parches de los tambores del gamelán, esa orquesta cuyas sonoridades acompañarán la representación.

De pronto, las voces se calman. Una silueta se recorta en la entrada del warung. Es el dalang, un hombre maduro de andar seguro. Su rostro, marcado por los años, muestra una expresión a la vez benévola y misteriosa.

Lleva un udeng, un turbante tejido en batik cuyos motivos complejos simbolizan la protección de los espíritus benevolentes. Su torso está cubierto por una chaqueta de algodón negro, sobria pero elegante, y en torno a su cintura lleva anudado un sarong de ikat, con los colores profundos de la tierra y el océano.

A su espalda, asoma un keris, puñal ceremonial de hoja ondulada, símbolo de su autoridad espiritual y de su vínculo con las antiguas tradiciones. En su mano, sostiene una caja de madera tallada que guarda sus preciadas marionetas de cuero, cada una finamente esculpida y suavizada por el tiempo.

Se acerca lentamente al estrado, se arrodilla ante un pequeño altar rudimentario y cierra los ojos.

Antes de comenzar, debe honrar a los espíritus. Con un gesto lento y preciso, saca de una pequeña cesta de ratán ofrendas de flores, arroz e incienso. Las dispone cuidadosamente ante una estatuilla de piedra, una divinidad protectora del pueblo.

Las volutas del incienso se elevan en el aire nocturno, mezcladas con el aroma de la madera quemada. Murmura una plegaria en lengua kawi, invocando la bendición de los antepasados y pidiendo a los espíritus que velen por la representación. Un leve estremecimiento recorre a la asamblea: todo está en su sitio, la magia del wayang puede comenzar.

El dalang se incorpora y toma su lugar tras una gran pantalla de algodón blanco, tensada entre dos postes de bambú. Delante de él, una lámpara de aceite de terracota, alimentada con aceite de coco, proyecta una luz dorada que iluminará las marionetas de cuero.

Con un gesto preciso, abre su caja de madera y saca sus personajes: nobles reyes de rostros refinados, poderosos guerreros armados con lanzas y demonios grotescos de colmillos afilados. Los alinea cuidadosamente a cada lado de la pantalla, listos para entrar en escena.

Tras él, los músicos del gamelán toman posición. Uno ajusta las láminas de su gender, un xilófono de bronce, mientras otro afina su kendang, un tambor largo que marcará el ritmo del relato.

El dalang toma una profunda inspiración y golpea el suelo con el pie, señalando el inicio del espectáculo. Se instala un silencio reverente.

Su voz se eleva, grave y poderosa, pronunciando las primeras palabras de la historia.

En un tiempo antiguo, mucho antes de que nuestros ancestros pisaran esta tierra...

Sus manos expertas toman una primera marioneta y la hacen deslizarse sobre la pantalla. Una figura elegante se dibuja en sombra: la de un rey en busca de sabiduría.

Tras él, el gamelán comienza una melodía hipnótica, los gongs resonando suavemente como ecos del pasado.

Empieza el espectáculo.

Las horas pasan, pero nadie parece cansado. Los niños, que al principio susurraban y se escabullían entre las piernas de los adultos, ahora están inmóviles, con los ojos bien abiertos, hipnotizados por los hábiles movimientos del dalang. Los ancianos asienten en silencio, saboreando cada palabra, cada sombra que danza sobre la pantalla de algodón.

El gamelán marca el ritmo del relato, sus notas ligeras siguiendo el destino de reyes astutos, ávidos de poder y atrapados por su propia astucia. Un dragón protector, de silueta serpenteante y ojos llameantes, aparece en sombra negra sobre el fondo dorado, protegiendo un reino perdido en la selva. El dalang modula su voz, ora retumbante para encarnar a un soberano cruel, ora silbante para evocar a la serpiente divina que vela por el equilibrio del mundo.

Entonces, de pronto, cambia de tono.

La música se suaviza, adquiriendo un matiz misterioso. El dalang hace deslizar una nueva silueta sobre la pantalla: un hombre con cabeza y brazos humanos, pero cuerpo de serpiente, que avanza en la penumbra de una jungla profunda. Su voz se vuelve más grave, más lenta, como si esta historia viniera de otro tiempo, de un mundo olvidado por los hombres.

Hace mucho, bajo las montañas sagradas, vivía un dragón terrible...

En la pantalla, la sombra del dragón aparece, inmensa, aterradora. Su cuerpo gigantesco parece enrollarse alrededor de la montaña misma. Sus garras devastan las tierras, su boca escupe un fuego negro que todo lo devora. Pero peor aún: cuando se despierta, oculta el cielo, encerrando al mundo en una noche sin fin.




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