Ecos Temporales (basada en El Mundo de Jennel)

4 - El Precursor.

Jennel tirita bajo sus dos mantas. La habitación no está calefaccionada y la humedad se filtra hasta las sábanas. Dormir es imposible: sus pies están helados. Encoge las piernas contra el pecho e intenta ralentizar su respiración. El sueño, sin embargo, podría permitirle retomar el contacto con Alan.
Quizá. O quizá no.

Un ruido leve la alerta. Una sombra pasa por el pasillo.
Es la casera. Austera en apariencia, pero claramente más generosa de lo que dejaba ver. Deposita sin decir nada un ladrillo envuelto en un paño, todavía tibio del fuego. Jennel lo toma con gratitud y lo desliza hasta sus pies.

—Gracias… —murmura, sincera.

Un leve asentimiento, y la mujer desaparece en la penumbra.
El calor se difunde lentamente por sus miembros. Jennel termina por dormirse, pero su sueño es agitado, poblado de formas indistintas, de gritos ahogados, de rostros borrados por el viento. Cuando abre los ojos, el alba gris se cuela a través de las cortinas. Sobre la mesa, la esperan una hogaza de pan fresco y un cuenco de leche caliente.

Ningún dolor. Se estira con suavidad, sorprendida por esta tregua.
Al observar la ropa colgada cerca de la entrada, comprende que no puede continuar así. Necesita ropa más adecuada. Ropa de abrigo. Resistente. Quizá pueda encontrar algo en el pueblo cercano.
Pero ¿cómo pagarlo? No tiene nada.

La vieja casera, al final benévola bajo su aire rudo, le tiende un gran chal de lana gruesa.

—No es gran cosa, pero corta bien el viento —dice, ajustando el nudo de su pañuelo—. Hay un pescadero que sube al pueblo esta mañana. Puede llevarla.

Jennel acepta, conmovida por tanta sencillez.

Deja la casa de la anciana después de agradecerle una vez más con calidez. El chal de lana que ahora lleva hace que su silueta pase más desapercibida, pero nada oculta su porte. Al cruzar el puerto, siente las miradas posarse sobre ella: algunos marineros interrumpen brevemente sus movimientos, con ojos que brillan de sorpresa y curiosidad.
Mantiene la cabeza erguida, fingiendo no ver nada, y se dirige hacia las carretas que esperan junto a las cajas vacías de pescado. El pescadero aún no está listo para partir.

Un niño está sentado sobre una de las cajas, con las piernas colgando en el vacío. La observa sin reparo. Jennel se acerca, le sonríe y se sienta a su lado.

—¿Cómo te llamas? —pregunta.

—Pierre. ¿Y usted?

—Jennel.
Frunce el ceño.

—No es un nombre de aquí. ¿Es usted francesa?

Duda un instante, luego responde con una sonrisa divertida:

—Casi. Mi madre era española. Mi padre, francés.

Él la mira con ojos muy abiertos.

—Ah… eso explica quizá… que sea tan guapa.

Ella suelta una carcajada.

—Sabes hablarle a las damas, ¿eh?

Él se encoge de hombros, un poco avergonzado, pero halagado.
—Mis amigos van a estar celosos. Hablar con la bella del puerto no pasa todos los días.

—¿Quieres que les diga que tengo tres hijos?

Él la mira, desconcertado.

—¿Está bromeando?

Ella se limita a guiñarle un ojo. No aclara nada.

El silencio se instala un momento, suave, casi cómplice.

Luego ella inclina un poco la cabeza y dice en voz baja:

—¿Quieres saber un secreto?

Pierre asiente, de pronto muy serio.

—No sé bien dónde estoy. Me dormí al final del viaje…

Él la observa, sorprendido.

—Pues… está en la isla, claro. Noirmoutier.

Jennel palidece levemente. La idea la golpea de lleno. Una isla.
¿Cómo huir… si está rodeada por el mar?

Antes de que pueda hacer otra pregunta, el pescadero aparece detrás de ellos con una gran cesta bajo el brazo.

—Si quiere subir, es ahora. No tengo todo el día.
Jennel se pone en pie. Antes de subir a la carreta, se inclina hacia Pierre y le da un beso en la mejilla.

El chico se ruboriza hasta las orejas.

Ella le dedica una última sonrisa, luego sube a la parte trasera de la carreta, sentada entre cajas que huelen a yodo y sardina.

El camino es accidentado, cada piedra, cada bache resuena en su columna como un tambor.

Y entonces, de repente, el dolor.

Agudo. Preciso. Una aguja en la cabeza, fría y profunda.
Lo entiende de inmediato. Tiene que irse. Tiene que huir, lejos. Alejarse antes de que el próximo salto la tome por sorpresa.
Pero ¿a dónde ir? ¿Y sobre todo, cuánto tiempo le queda?
Jennel salta de la carreta en plena ruta.

El pescadero, estupefacto, tira de las riendas.

—¡Eh! ¿Qué hace?!

Ella no se vuelve.

—¡Gracias! —grita por encima del hombro, ya corriendo.
Su corazón golpea en su pecho. ¿A dónde ir? ¿Hacia el océano? Pero no la espera ningún barco. Solo el oleaje y el viento.
¿Los marismas, entonces? Quizá aún pueda alejarse lo suficiente.
Elige esa dirección. Los mismos caminos que el día anterior, los mismos diques estrechos, las mismas trampas de agua negra y hierbas altas. Pero hoy, el dolor está allí. Presente desde los primeros pasos.

Va en aumento. Minuto tras minuto, pulsa en su cráneo como un fuego sordo, le nubla la vista, le taladra las sienes. Las piernas le fallan a casi cada paso.

Tropieza, resbala, se incorpora con esfuerzo. Pero ya no tiene fuerzas.
En un último impulso, alcanza una pequeña cabaña de salinero, apoyada contra un talud. Se deja caer allí, con la espalda contra la pared de madera áspera.

Cierra los ojos. Respira rápido. Demasiado rápido.
Y espera.

Jennel siente cómo se le encoge el corazón. Aún está demasiado cerca de las aldeas.

Lo sabe: si el salto se produce aquí, habrá muertos.
La idea la atraviesa. Querría gritar, decir que no es culpa suya, que no controla nada, que hace lo que puede. Que no puede hacer más. Pero no sale ningún sonido.

Sus manos se aferran con fuerza a la pared de madera. Tal vez lanza una última mirada a los marismas, a las cabañas diseminadas, a las siluetas lejanas entre los diques. A estos lugares, pese a sí misma, los está condenando.




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