Ecos Temporales (basada en El Mundo de Jennel)

5 - En los túneles del tiempo.

Al pie del majestuoso volcán Samalas, la isla de Lombok se extiende en una belleza aún intacta.

Las terrazas de arroz se entrelazan sobre las laderas, brillando bajo los rayos de un sol ya cargado de calor. Palmeras esbeltas se balancean suavemente en el aire espeso, y más abajo, el mar lame las orillas de arena negra, calmo e indiferente. El canto lejano de las cigarras se mezcla con el susurro de las hojas, y a veces, una bandada de aves alza el vuelo bruscamente, como alertada por un presentimiento sordo.

Allí, en el corazón de esa naturaleza verde y fértil, Jennel avanza con dificultad. Sus pasos se hacen pesados sobre la tierra húmeda, sus piernas flaquean bajo el peso del agotamiento. Su túnica griega, antes ligera, se le pega a la piel empapada de sudor y polvo. Sus ojos buscan en vano un refugio, un amparo contra ese calor sofocante y esa tensión invisible que envenena el aire. Siente que el suelo vibra, casi imperceptiblemente, como si la montaña respirara —demasiado rápido, demasiado fuerte.

Se detiene un instante, la mirada vuelta hacia las alturas. Allí, el Samalas se alza, imponente y silencioso, coronado por una bruma que no es ni nube ni vapor. Algo duerme bajo esa cima, pero Jennel lo percibe: ese sueño es inquieto.

Sigue por un sendero bordeado de piedras volcánicas, desgastado por los pasos y el tiempo. A medida que desciende hacia la costa, los olores cambian: las hojas húmedas y la tierra caliente dan paso al salitre, al pescado seco y al humo de leña. El canto de las cigarras se desvanece, sustituido por voces humanas, risas, gritos de niños.
El pueblo de pescadores se dibuja por fin entre las palmas, hecho de chozas de bambú trenzado y techos de paja oscurecidos por el sol. Jennel se detiene, sorprendida por la intensidad de los colores y la efervescencia que reina allí. Mujeres trabajan alrededor de redes colgadas en estacas, sus manos expertas reparando las mallas desgarradas. Niños descalzos corren alrededor de una poza excavada en la roca, salpicándose bajo las miradas divertidas de los mayores. Más allá, hombres arrastran una piragua hasta la orilla, sus hombros tensos por el esfuerzo común, sus cantos marcando el ritmo de las olas.

Todo aquí se mueve, vive, respira. Jennel observa, fascinada. Los gestos son sencillos, los rostros abiertos. Le lanzan miradas curiosas, a veces una sonrisa tímida. Una anciana le tiende un coco fresco sin decir palabra, como si su presencia hubiese sido esperada.
No comprende las palabras que se cruzan a su alrededor, pero capta lo esencial: aquí, la vida sigue su curso. Y sin embargo, en lo más profundo de su corazón, Jennel percibe una tensión extraña, como una cuerda a punto de romperse. Un detalle la sacude de pronto: la mirada de un anciano sentado bajo un árbol, fija no en ella, sino en la montaña. Inmóvil. Grave. Como si supiera.
La anciana le aprieta suavemente la mano con sus dedos rugosos. Sin decir nada, la guía por los senderos arenosos del poblado, seguida por una nube de niños de risas cristalinas, curiosos ante esa extranjera de ojos fatigados y luminosos. La comitiva serpentea entre las chozas hasta que una más grande, de estructura más antigua, se alza ante ellos, rodeada de talismanes de conchas y telas anudadas que ondean al viento.

Frente a la entrada, un hombre de porte digno espera. Viste una túnica oscura marcada con símbolos trazados a mano, y su rostro, arrugado como corteza de mango, permanece impasible. Sus ojos, negros y profundos, parecen haber visto pasar los siglos. Es un dalang, un maestro de sombras, narrador sagrado cuya voz, dicen, une el mundo de los vivos con el de los espíritus. En sus manos sostiene una pequeña marioneta tallada, fina, que el viento agita suavemente.
Sin pronunciar palabra, el dalang se inclina lentamente y se aparta. Jennel siente que el aire cambia a su alrededor, como si el tiempo suspendiera su curso.

En la sombra fresca de la choza, una silueta se dibuja poco a poco. Alta. Delgada. Conocida. El corazón de Jennel se encoge, sus piernas vacilan. El hombre cruza el umbral.

Se acerca, y todo en ella se tambalea. El bullicio del pueblo se desvanece. Los niños se detienen, la anciana da un paso atrás. Alan se detiene a pocos pasos de ella. Su mirada no ha cambiado —intensa, suave, terriblemente real.

—Jennel —murmura, como si su nombre acabara de surgir de un sueño antiguo.

La anciana, silenciosa pero atenta, guía a Jennel hasta una poza excavada en la roca tibia, oculta tras un manto de follaje. El agua, humeante de hierbas y esencias desconocidas, huele a jazmín silvestre y jengibre. Jennel se sumerge en ella, agotada pero aliviada, dejando que el agua deshaga los nudos de su cuerpo. Al salir, una túnica local la espera, colocada con cuidado sobre una piedra lisa.

El tejido, de algodón ligero tejido a mano, se adapta a su silueta. Azul profundo, salpicado de hilos dorados, se ajusta a la cintura con una simple cinta de ratán. Sus brazos quedan descubiertos, y sus pies apenas rozan el suelo.

Cuando regresa hacia la gran choza, el respeto silencioso de los aldeanos se vuelve casi palpable. Se inclinan a su paso, pero sin atreverse a mirarla a los ojos. Incluso los niños se dispersan suavemente, como obedeciendo una consigna muda. Jennel siente que algo la rodea aquí —no hostilidad, sino un temor envuelto en misterio.
Alan está allí. De pie frente a la choza, su mirada clavada en ella con esa intensidad tierna y un poco burlona que ella conoce tan bien. Una sonrisa imperceptible le curva las comisuras de los labios. Ella siente cómo se le calientan las mejillas bajo esa atención familiar, como si todo volviera a su sitio con una sola mirada.
Sin decir nada, se acerca y entra en la gran choza. Al fondo, una pequeña sala tamizada por cortinas ocres y azafrán ofrece refugio. Se acurruca contra él, el corazón acelerado, aún algo temerosa. Alan la envuelve como quien recibe un regreso largamente esperado.
Lo mira, esperando.




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