Año 2127
8 de mayo
—¡Muy bien! —felicitó Kanadí aplaudiendo fervientemente a su hija adoptiva con la cual se había encariñado—. Estuviste maravillosa —acotó acercándose a Lila, su hija.
—¿Así lo crees? —inquirió Lila bajando del caballo robot, quien acarició la capizana de su mascota.
Ambas entraron entre conversaciones triviales hacia la casa que habían logrado comprar con el trabajo de Daniel, quien era un alfarero muy conocido dentro de la Metrópolis Sur; todos halagaban su gran trabajo retrógrado y rupestre, se quedaban fascinados al ver los jarrones decorativos que este realizaba.
—Ayer se abordó la clase de cultura general —dijo Lila mientras almorzaba en el comedor acompañado de sus padres—. En la antigüedad, cabalgaban en caballos reales —informó con cierto sosiego—. Hace un siglo podías convivir con animales vivos, maltratarlos, comerlos o jugar con estos, todo sin ningún costo o… ley.
Daniel, el ahora padre de familia, dejó de comer para observar a su hija.
—Antes era un desastre —afirmó Daniel con disgusto. Kanadí acarició su hombro para que este se calmase—. La explotación animal era incontrolable, tal como la contaminación provocada por humanos; nada del pasado es de extrañar o añorar.
En la nueva era los animales habían regresado a su habitad, las “mascotas” se habían vuelto salvajes para sobrevivir en la intemperie, algunas especies se extinguieron, pero otras, que se consideraban casi extintas, subsistieron.
Los límites de las Metrópolis eran llanos y fincas verdes; cualquier persona o androide que decidiese construir fuera de las Metrópolis sería decapitado frente a la multitud; la invasión estaba prohibida en la edad de Metal. Todo debía ser construido bajo planos arquitectónicos.
Los vigilantes (robots que patrullan el exterior de las Metrópolis) se encargaban de monitorear la paz y armonía de los ecosistemas. A veces se requería la intervención humana.
Todos debían seguir una dieta de vegetales y verduras, y solo una vez cada semana se podía consumir carnes. Nadie padecía de sobrepeso, ya que la comida chatarra dejó de venderse dentro de las Metrópolis.
Los robots agricultores se encargaban de cosechar todo tipo de alimentos, siempre estaban bajo supervisión humana; un trabajo que a todos les disgustaba, por ello, ser supervisor como agricultor era muy bien remunerado.
Como siempre, una que otra ave o mariposa era vista en el cerúleo cielo impoluto, si una de estas se posaba en tu casa era signo de bienestar y prosperidad, pero también debías enviarla fuera de la ciudad.
Había incontables metrópolis, todas estas debían encargarse con sus límites colindantes, al mismo tiempo, de plantar cientos de árboles al mes, un proyecto a pedido de la población mundial.
—Así que eres un ciborg —dijo Lila con una sonrisa afable, viéndolo con una mirada llena de respeto, gracia y afecto. Movió los pies en el agua de la piscina.
—¿Crees que mis piernas robóticas sean prueba de ello? —preguntó el joven, mofándose de la interrogante evidente.
Lila golpeó su brazo entre risas armoniosas y melódicas.
—¿Tú eres humana? —inquirió el joven.
Lila dejó de sonreír y conectó mirada con la de este.
El silencio puede hablar más que mil palabras.