Dicen que el amor más puro nace en la oscuridad, cuando el alma ya no teme arder.
El pueblo de Edevane no siempre fue un lugar maldito. Hubo un tiempo en que las calles olían a pan recién hecho y los niños reían entre los manzanos. Pero todo cambió la noche en que Liora encendió una vela para llorar a su amado.
Él Se llamaba Cian, un joven que trabajaba en los establos del conde, y su presencia hacía que las largas jornadas parecieran más llevaderas. Liora era hija del boticario, experta en mezclar hierbas y remedios; sus manos siempre tenían un aroma suave a lavanda. Cuando Cian la miraba, había un instante de silencio entre ellos, como si el mundo se contuviera unos segundos antes de seguir su curso.
Amarse, sin embargo, era un pecado. Ella estaba prometida a otro, un hombre poderoso que había comprado su destino con oro y propiedades grandes.
El día en que el compromiso fue anunciado, Cian desapareció.
El río lo devolvió dos días después, pálido y frío, con los ojos abiertos mirando al cielo. Nadie supo si fue accidente o castigo, pero en el corazón de Liora se encendió algo que ni el agua ni los rezos pudieron apagar.
Durante trece noches, no habló.
Durante trece días, no lloró.
Pero en la noche catorce, subió al bosque de los suspiros, llevando solo una lámpara y una palabra que ardía en su pecho: devuélvemelo.
Y vaya que el bosque la escucho.
Los árboles susurraron su nombre como si lo recordaran de otra vida. El viento apagó su lámpara, pero una luz distinta apareció entre las sombras: una flama azul, suspendida en el aire, que danzaba como si respirara.
Y de esa luz nació él.
No era hombre ni bestia, pero su voz tenía ambas formas. Su presencia olía a humo y a deseo reprimido. Su piel parecía hecha de la noche misma, y cuando habló, cada hoja se inclinó a escucharlo.
—¿Qué ofreces a cambio de lo que pides, Liora? —preguntó la sombra.
Ella no retrocedió. Había llorado tanto que ya no temía a nada.
—Mi alma —respondió, y sus labios no temblaron.
El demonio sonrió, pero no con burla, sino con curiosidad.
—¿Tu alma? Qué pequeño precio para quien ya está dispuesta a quemarse.
Caminó hacia ella. No dejaba huellas, solo un olor a cera derretida y rosas negras.
—¿Sabes quién soy?
—No me importa quién seas —dijo ella—. Solo quiero que él vuelva.
El demonio la miró por largo tiempo. En su mirada había siglos de soledad, hambre y fuego contenido.
—No puedo devolver lo que pertenece al otro lado —murmuró—. Pero puedo darte algo mejor.
—¿Mejor?
—Puedo hacer que él te ame otra vez… aunque no recuerde su nombre, ni el, el tuyo.
Liora dudó. Pero la palabra amor pesaba más que cualquier advertencia.
—No importa, acepto.
El demonio extendió su mano, y cuando sus dedos rozaron la piel de ella, la noche se volvió líquida. El contacto fue fuego y hielo al mismo tiempo.
Liora sintió su corazón quebrarse y recomponerse de inmediato, latiendo a un ritmo que no era suyo.
—¿Cómo te llamas? —susurró.
Él bajó la mirada, como si esa pregunta lo hubiera herido.
—Los hombres me llaman Azrael, pero tú puedes llamarme como quieras.
—Entonces te llamaré mi promesa.
Y Azrael la besó. No fue un beso humano. Fue una fusión de sombras y aliento, un pacto grabado en la piel del mundo. El cielo rugió. El río, el mismo que había robado a Cian, cambió de curso. En el corazón de Edevane, una vela se encendió sola y nunca volvió a apagarse.
Al amanecer, Liora regresó al pueblo. Nadie la vio llorar, nadie la oyó hablar. Pero sus ojos ya no eran los mismos: en su iris brillaban destellos de azul, como brasas en medio del hielo.
Esa noche, Cian volvió.
O al menos, algo que se parecía a él.
Caminaba igual, sonreía igual, pero su sombra no seguía su cuerpo.
Cuando Liora lo abrazó, sintió el latido de un corazón ajeno.
Él la amaba, sí… pero no como antes. Había algo nuevo, algo que pertenecía al demonio que había hecho el pacto.
Y así comenzó la maldición.
Cada siglo, cuando las hojas de los árboles comenzaban a tornarse naranjas, el alma de Liora volvía a nacer en otra mujer, marcada con el mismo símbolo que el demonio dibujó sobre su piel la noche del pacto: una luna partida por una línea de fuego.
Azrael, atado por el deseo que una vez lo tentó, estaba condenado a buscarla.
No para poseerla… sino para intentar amarla de nuevo, con la esperanza de romper lo que él mismo creó.
Pero el amor de un demonio no se extingue.
Solo cambia de forma.
Los años se hicieron siglos, y el pueblo de Edevane aprendió a temer las noches de octubre. Las madres enseñaban a sus hijas a no mirar los espejos después del anochecer, a no seguir las voces del bosque, a no confiar en los ojos que brillan sin luz.
Aun así, cada trece generaciones, la historia se repetía.
Una joven marcada.
Una sombra que la observa.
Un beso que desata la tragedia.
Algunos decían que la maldición era castigo.
Otros, que era una historia de amor que nunca supo morir.
Y entre los susurros del viento, todavía se oye la voz de Azrael:
“Te busqué en todas tus muertes, y aún así, no aprendí a dejarte ir.”
La última vez que lo vieron fue hace cien años. Dicen que caminaba entre las lápidas con una rosa negra en la mano, murmurando un nombre que el tiempo había borrado.
Ahora, mientras el otoño cae otra vez sobre Edevane, una nueva luna se alza.
Y con ella, una muchacha llamada Elara despierta de un sueño extraño, con una quemadura en la muñeca y la sensación de haber sido besada por alguien que no existe.
Pero allá, en el límite del bosque, una sombra sonríe.
El ciclo está por comenzar.