Edevane

Capítulo 1. La marca de la luna

Narrado por Elara

El otoño siempre llega primero a Edevane.
Antes de que el resto del mundo sienta el frío, aquí el viento ya huele a hojas podridas, a humo y a recuerdos. A veces pienso que el pueblo respira distinto en octubre, como si algo antiguo despertara entre los árboles.

Nací aquí, hace veinte años, y aun así sigo sintiendo que no pertenezco. Hay días en los que la bruma baja tanto que el cielo desaparece, y me gusta imaginar que, si caminara lo suficiente, podría salir de este lugar sin nombre más allá de los mapas. Pero nunca lo hago. Nadie se va de Edevane. Ni siquiera los muertos.

Vivo con mi abuela, Maeve, en una casa de madera que cruje cada vez que el viento la toca. Huele a hierbas secas y cera derretida, porque ella aún cree en los antiguos rituales, esos que los demás llaman supersticiones. Cada mañana prende una vela frente a la ventana y murmura:
—Que las sombras no te vean, Elara.
Yo sonrío, aunque nunca sé si lo dice por costumbre o por miedo.

El primer día de octubre amaneció con el cielo color ceniza. Fui al pozo a buscar agua y noté algo raro en mi muñeca: una mancha, como una quemadura fina en forma de media luna. No dolía, pero ardía con una tibieza extraña, como si bajo la piel algo respirara.

—¿Te lastimaste? —preguntó mi abuela cuando lo vio.
—No lo sé. Apareció sola.
Ella no respondió. Me tomó la mano con cuidado y la giró bajo la luz. Por un momento creí ver en sus ojos un destello de temor.
—Prométeme que no irás al bosque estos días.
—Nunca voy, abuela.
—Promételo igual.

Lo hice, aunque dentro de mí algo se revolvía, una curiosidad que no supe nombrar.

Edevane era pequeño: un puñado de calles, una iglesia que ya no daba misas, y un cementerio que ocupaba más espacio que las casas. Las personas me saludaban con la amabilidad distante que se reserva a los extraños, aunque todos sabían mi nombre. Decían que la hija del boticario, la que murió antes de mi nacimiento, también se llamaba Liora.

A veces los viejos me miraban con una mezcla de pena y superstición, como si llevara un secreto en la piel. Y quizás lo llevo.

Esa tarde bajé al mercado. El aire olía a pan recién hecho y a humo de chimeneas. El suelo estaba cubierto de hojas húmedas y el sonido de mis pasos se mezclaba con el murmullo de los aldeanos.
—Dicen que este año será peor —escuché a dos mujeres cuchicheando cerca del puesto de miel.
—¿Peor cómo? —preguntó una tercera.
—Las campanas no han sonado desde la luna nueva. Eso nunca es buen signo.

Cuando pasé, se quedaron en silencio. Fingí no notarlo, pero el peso de sus miradas me siguió hasta el final de la calle.

La abuela me esperaba en la puerta con una cesta vacía.
—Elara —dijo en voz baja—. Si alguien pregunta por ti, no respondas nada.
—¿Por qué harían eso?
—Porque hay noches en las que las palabras abren puertas que no deben abrirse.

No insistí. Con ella, cada advertencia sonaba más como una plegaria que como un consejo.

Esa noche, el viento cambió. Los vidrios temblaron en las ventanas y las velas se apagaron todas al mismo tiempo. Me desperté con el corazón acelerado y una sensación extraña, como si alguien hubiera dicho mi nombre justo al lado de mi oído.

Me levanté, encendí una vela y la habitación se llenó de ese resplandor dorado que parece calmarlo todo. La mancha en mi muñeca brillaba débilmente, como si la luz la reconociera.
La toqué. Sentí calor.
—Solo estás soñando —murmuré.

Pero entonces lo oí.
Una voz.

No venía de ningún lugar específico, sino de todas partes a la vez, suave como el humo, honda como un suspiro.

“Te he encontrado.”

Solté la vela. La flama cayó al suelo y no se apagó. Permaneció ahí, inmóvil, como una gota de fuego esperando ser escuchada.

“Tardé demasiado en volver, Elara.”

Mi nombre. Lo dijo con una ternura que dolía, como si lo pronunciara por costumbre, no por primera vez.

Quise gritar, pero el miedo no se sentía como miedo. Era otra cosa. Algo parecido al deseo, al reconocimiento. Una parte de mí —una parte que no recordaba haber tenido— le creyó.

“No temas. Solo soñamos.”

Y entonces la habitación cambió. Las paredes se deshicieron como ceniza, y me encontré en medio del bosque, bajo una luna roja partida a la mitad. Los árboles parecían inclinarse hacia mí. Y entre ellos, lo vi.

Una silueta alta, envuelta en sombras, con ojos tan brillantes que parecían llamas. No podía distinguir su rostro, pero su presencia me quemaba.

—¿Quién eres? —pregunté, o creí preguntar, porque mi voz salió como un pensamiento.

“Soy la promesa que olvidaste.”

Dio un paso hacia mí y el suelo crujió.

“Soy lo que tu alma llama cuando el mundo duerme.”

Mi cuerpo tembló. No de miedo, sino de algo más profundo. Quise acercarme, pero la luna estalló en silencio y todo se volvió oscuridad.

Desperté empapada en sudor, con la vela aún encendida junto a la cama. La mancha en mi muñeca ardía con fuerza. En el aire flotaba un olor tenue, imposible de confundir: cera derretida y rosas negras.

A la mañana siguiente, bajé al pueblo intentando fingir normalidad. Pero Edevane parecía distinto. Los perros no ladraban, las campanas seguían mudas, y el pozo del centro estaba cubierto con un paño negro.
—¿Qué ocurre? —pregunté a Tobias, el panadero, un hombre amable de manos grandes.
—Una oveja nació con ojos humanos —dijo, persignándose—. La abuela Maeve sabrá lo que eso significa.

Volví a casa antes del mediodía. Mi abuela estaba en la cocina moliendo hierbas.
—Soñé algo —le dije, temerosa de parecer loca.
—¿Con él? —preguntó sin levantar la vista.
Sentí que el aire se detenía.
—¿Qué… qué sabes tú de eso?
—No todo lo que duerme está muerto, Elara. Y no todo lo que vuelve lo hace por maldad.

Me miró por primera vez y en su mirada había más tristeza que miedo.
—Prométeme que, si vuelve a llamarte, no contestarás.
—¿Y si no puedo evitarlo? —susurré.
Maeve cerró los ojos.
—Entonces reza para que te ame lo suficiente como para no encontrarte.



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En el texto hay: amor, demonio, hallowen

Editado: 13.10.2025

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