El amanecer llegó teñido de gris, como si el sol hubiera olvidado cómo brillar sobre Edevane. Me desperté con el corazón enredado, latiendo demasiado rápido, como si aún escuchara aquella voz que se había deslizado en mis sueños.
Un murmullo grave, suave, que no era humano… pero que tampoco me asustó.
—Elara… —había dicho—. No temas la oscuridad, porque ella te reconoce.
Esa frase se me había grabado en la piel como una marca invisible.
Me senté en la cama y miré hacia la ventana. La neblina seguía cubriendo los campos, los cuervos revoloteaban sobre los árboles desnudos, y el aire olía a tierra húmeda. Había algo distinto esa mañana: una sensación de espera, de presagio.
Bajé las escaleras de madera, intentando ignorar el crujido del suelo, y encontré a mi abuela avivando el fuego del hogar.
Su rostro, surcado por los años, parecía tallado por el mismo viento que erosionaba las piedras del pueblo.
—Te ves pálida, niña —dijo sin mirarme—. ¿Soñaste algo?
Me quedé callada un momento. No solía contarle mis sueños, pero había algo en su tono, como si supiera más de lo que decía.
—Fue solo una voz —respondí finalmente—. Me habló entre las sombras.
Mi abuela levantó la vista. En sus ojos había un brillo de temor que intentó disimular con una sonrisa forzada.
—Las voces del bosque no son para escuchar, Elara. No todas son de este mundo.
Intenté reír, pero su advertencia me caló más hondo de lo que esperaba.
Mientras desayunábamos pan con miel, escuchamos a lo lejos las campanas de la iglesia.
Era extraño; en Edevane, solo repicaban cuando alguien moría o cuando el sacerdote quería recordar que el pueblo aún tenía fe.
—¿Quién ha muerto esta vez? —pregunté con ligereza amarga.
—Nadie —respondió ella—. Pero dicen que un forastero llegó anoche.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Elara, me dije a mí misma, no seas tonta. No todo lo extraño está ligado a tus sueños.
Aun así, mi mente repitió el sonido de su voz, tan clara que parecía rozarme la nuca: “No temas la oscuridad…”
Salí al pueblo después de mediodía. Las calles estaban vacías, como si el frío hubiera encerrado a todos en sus casas.
Solo el aire movía los cencerros oxidados que colgaban en las puertas, y el murmullo del río se oía a lo lejos, lento y cansado.
Pasé por la plaza, donde la fuente llevaba años sin agua, y me dirigí al gran olmo que marcaba el límite del camino hacia el bosque. Era un árbol viejo, hueco por dentro, con raíces tan gruesas como brazos humanos.
De niños decían que en su interior vivían los ecos de los muertos.
Yo nunca lo había creído… hasta ahora.
Me senté frente al tronco y cerré los ojos.
El silencio era tan denso que podía sentir el latido de la tierra.
De pronto, una ráfaga de viento sopló, y juraría que escuché un suspiro venir del interior del árbol.
—¿Quién está ahí? —pregunté, apenas en un hilo de voz.
El aire pareció responderme, cálido y envolvente:
—¿Aún me temes, pequeña luz?
Me puse de pie de inmediato, el corazón golpeando con fuerza.
—¿Quién eres? —dije, mirando a mi alrededor.
Pero no había nadie. Solo el murmullo del viento, las hojas secas danzando y la neblina espesándose a mis pies.
Aun así, su voz se deslizó otra vez, más suave, casi como un pensamiento dentro de mí:
—Te vi antes de que nacieras. Y he esperado demasiado tiempo.
El suelo crujió bajo mis botas. Retrocedí, tropezando con una raíz. Mi respiración era un temblor.
Y sin embargo, algo en esa voz no me repelía. Me atraía, como si me llamara desde una memoria que no recordaba haber vivido.
—No entiendo… —susurré, y sentí el leve roce de un aire tibio sobre mi mejilla, como una caricia imposible.
Entonces, escuché un paso detrás de mí. Me giré rápido, pero solo vi la figura de un hombre a lo lejos, cruzando la niebla.
Alto, de cabello oscuro, con una capa negra que el viento agitaba. Caminaba despacio hacia el bosque, sin mirar atrás.
—¡Oiga! —grité, más por instinto que por valor.
No se detuvo.
Cuando quise alcanzarlo, ya no estaba. Solo el eco de su andar quedó flotando entre los árboles.
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Esa noche la tormenta llegó sin aviso.
Los relámpagos iluminaban las colinas, y la lluvia golpeaba el techo con furia.
Yo no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos, sentía el eco de su voz, esa mezcla de ternura y abismo que me hacía estremecer.
Tomé una vela y bajé al salón. La llama vacilante proyectaba sombras que parecían moverse por cuenta propia.
Mi abuela dormía; solo el tic-tac del reloj acompañaba el silencio.
Me acerqué a la ventana. Afuera, el olmo se balanceaba con el viento, como si intentara hablar.
Y en medio del trueno, lo oí de nuevo:
—Elara…
No era un sueño. Era su voz, viva, real, envolviéndome con un tono entre súplica y promesa.
La vela parpadeó. El cristal se empañó, y en él se dibujó lentamente algo… como una huella, una marca de ceniza con forma de media luna.
Sentí que el aire se volvía denso, que mi pecho se llenaba de fuego y miedo al mismo tiempo.
Entonces, su voz volvió, más cerca que nunca:
—Elara… esta vez no me rechaces.
Y la llama se apagó.
Desperté al amanecer con la sensación de que alguien me había observado toda la noche.
La marca seguía en el vidrio, oscura y precisa.
Toqué mi cuello sin saber por qué y allí, bajo la piel, sentí algo nuevo: una línea caliente, como si me hubieran besado con fuego.
La voz de mi abuela sonó desde el pasillo, temblorosa:
—No vayas hoy al bosque. La niebla no trae nada bueno.
Pero yo ya lo sabía. No era la niebla lo que me esperaba entre los árboles.
Era él.
Y aunque no entendía por qué, una parte de mí ardía por volver a escucharlo.