Edevane

Capítulo 3. El bosque de los suspiros

No recuerdo cuándo decidí que debía ir.
Tal vez fue al ver la marca en el vidrio desaparecer al amanecer, o al sentir que la línea en mi cuello latía como un corazón ajeno.
Solo sé que aquella mañana el bosque me llamó con una insistencia imposible de ignorar.
No era un pensamiento. Era una certeza.

Tomé mi abrigo, un cesto vacío y fingí ante mi abuela que saldría por hierbas medicinales.
Ella me miró con sus ojos cansados y murmuró algo apenas audible:
—Si escuchas tu nombre entre los árboles, no respondas.

Asentí, aunque su advertencia llegó tarde.
Ya lo había hecho.

El aire afuera era espeso, casi líquido, y la neblina se enroscaba alrededor de mis tobillos como si tuviera vida.
Caminé hasta el límite del pueblo, donde los caminos se bifurcaban: uno conducía al río, el otro al bosque.
Elegí el segundo.
Cada paso sobre las hojas secas resonaba como un eco en una catedral abandonada.

El bosque de Edevane no era como los demás.
Decían que respiraba. Que si te quedabas demasiado tiempo, el aire se volvía tan pesado que parecía observarte.
Yo siempre lo había evitado, pero esa vez no sentí miedo.
Sentí… una especie de bienvenida.

Las ramas se alzaban sobre mí, formando arcos oscuros.
Las raíces, gruesas y retorcidas, parecían dedos que emergían del suelo.
A medida que avanzaba, el silencio se volvió absoluto.
Ni un pájaro. Ni un susurro de viento.
Solo mi respiración y el leve murmullo que empezaba a crecer dentro de mi mente:
—Elara…

Me detuve.
—¿Azrael? —no sé por qué dije su nombre. No lo había escuchado antes, pero salió de mis labios con la naturalidad de un recuerdo antiguo.

El murmullo se hizo más intenso, y entonces lo vi.

Entre los árboles, a unos metros de distancia, una figura se desprendió de la niebla.
Alta, de piel pálida como el mármol y ojos oscuros, profundos, que parecían contener tormentas.
Llevaba una capa que apenas rozaba el suelo, y su presencia era tan imponente que el bosque pareció inclinarse ante él.

No era humano. Lo supe al instante.
Pero tampoco era una visión.
Era él.

—Has venido —dijo con una voz grave, tan suave que parecía acariciar el aire.

—Tú… —mi garganta se cerró—. Tú fuiste el de mis sueños.

Una sonrisa leve cruzó su rostro, sin alegría.
—No fueron sueños, pequeña luz. Fue el único modo de acercarme sin romper lo que aún te protege.

Retrocedí un paso, pero mis pies no obedecían del todo.
—¿Quién eres?

Él inclinó la cabeza apenas, con un gesto antiguo, casi reverente.
—Un desterrado. Un eco. Un demonio que olvidó cómo odiar.

Su respuesta me estremeció, y sin embargo no sentí terror.
Había tristeza en su voz, una que reconocí sin comprender por qué.

—No deberías estar aquí —continuó—. Este bosque no perdona.

—Tampoco yo vine a perdonar —dije antes de pensarlo.

Él alzó una ceja, sorprendido.
Durante un instante, sus ojos brillaron, y pude ver en ellos algo que me hizo contener el aliento: una llama azul, breve, como el reflejo de un alma.

—Tu sangre… —susurró—. Es la misma.

—¿La misma que qué?

Azrael dio un paso hacia mí. Su presencia era sofocante y serena al mismo tiempo.
El aire entre nosotros parecía vibrar.
—La misma que la de ella —dijo, mirándome con una mezcla de ternura y dolor—. La mujer por la que caí.

Me quedé helada.
El bosque, el silencio, el mundo entero parecían haberse detenido.

—No entiendo…

—No necesitas entender —dijo, acercándose un poco más—. Solo prométeme que no volverás aquí. Si me ves otra vez, podría no recordarte como ahora.

—Entonces ya no me reconocerás —susurré.

Él bajó la mirada.
—Eso sería lo más seguro.

Hubo un momento en que pensé que se iría, que se desvanecería como en mis sueños.
Pero en cambio, alzó la mano y la acercó a mi rostro.
No me tocó; la distancia entre sus dedos y mi piel era mínima, pero suficiente para sentir el calor que emanaba de él.

—Tu mundo y el mío no debieron cruzarse —murmuró—. Pero ya lo han hecho.

El viento sopló entre los árboles, trayendo un aroma a tierra quemada.
En ese instante, el cielo se oscureció. Las sombras del bosque parecieron moverse con vida propia, agitando el suelo, torciendo las ramas.

—¿Qué está pasando? —pregunté, asustada.

—La frontera se debilita —respondió Azrael con calma—. Ellos saben que he hablado contigo.

—¿Ellos?

Él me miró por última vez, y sus ojos parecieron brillar con una desesperación silenciosa.
—No importa quiénes. Solo recuerda esto: si escuchas mi voz cuando no hay luna, no respondas. Será mi otra parte… y no te perdonará.

Y antes de que pudiera decir algo más, el viento rugió.
La neblina se levantó con fuerza, cegándome.
Cuando volvió la calma, él había desaparecido.

Solo quedaban las hojas agitándose, el aroma a humo… y la sensación de que algo antiguo acababa de despertar.

Volví al pueblo al atardecer, empapada de lluvia y confusión.
Nadie me vio entrar, pero sentí las miradas detrás de las cortinas.
Edevane siempre ha tenido ojos.
Y esa noche, todos parecían clavarse en mí.

Al llegar a casa, mi abuela estaba sentada frente al fuego, esperando.
—Fuiste al bosque —dijo sin levantar la vista. No era una pregunta.

Guardé silencio.
Ella suspiró.
—Entonces, él ya te encontró.

—¿Sabías de él? —pregunté con un hilo de voz.

—Todos en este pueblo sabemos —respondió—. Pero solo una vez por generación, él elige a alguien. Una muchacha marcada por la luna.

Sentí que el aire se me escapaba.
—¿Qué le pasa a esa muchacha?

Mi abuela levantó los ojos, y en su mirada vi algo parecido a compasión.
—Se enamora. Y el pueblo muere un poco más.

Esa noche, me costó dormir.
Cada vez que cerraba los ojos, veía sus ojos oscuros, su voz mezclada con el viento.
Y en el silencio más profundo, escuché algo que heló mi sangre: un susurro apenas audible, viniendo del bosque.



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En el texto hay: amor, demonio, hallowen

Editado: 23.10.2025

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