El amanecer llegó descolorido, como si el cielo hubiera sido drenado de vida.
Desde la ventana de mi habitación vi el humo elevarse desde los campos: los aldeanos quemaban los restos de los animales muertos durante la noche. Nadie hablaba del motivo, pero todos lo sabían.
La peste no era natural.
Las sombras del bosque habían comenzado a expandirse.
Me vestí despacio, intentando no pensar. Mi abuela había salido temprano hacia la iglesia, y el silencio de la casa era tan profundo que podía oír el crepitar de las brasas apagándose.
El aire olía a cera derretida y a miedo.
Salí al pueblo con el corazón encogido.
El suelo estaba cubierto de una fina capa de ceniza, y los rostros de los aldeanos parecían más pálidos que de costumbre.
Las mujeres se persignaban al verme pasar.
Un niño me señaló con el dedo, y su madre le cubrió los ojos como si yo fuera algo que no debía existir.
—No te acerques a ella, Mikel —le susurró—. Es la marcada.
Las palabras me golpearon como piedras.
Seguí caminando sin mirar atrás, fingiendo no oír, aunque dentro de mí una parte lo comprendía: el bosque había despertado, y yo era su señal.
Al llegar al mercado, escuché a los hombres discutir.
—Los pozos se han secado —decía uno, con el rostro tiznado de hollín.
—Y los campos se pudren —añadió otro—. Desde que apareció ese forastero… nada crece.
—No hubo forastero —interrumpí sin pensarlo.
El silencio cayó de inmediato. Todos se giraron hacia mí.
Uno de ellos, el herrero, escupió al suelo antes de hablar.
—Lo viste, muchacha. No lo niegues.
No supe qué responder. El recuerdo de Azrael seguía grabado en mis ojos: su figura entre la niebla, su voz resonando como una plegaria rota.
—No sé de quién hablan —murmuré finalmente.
El herrero dio un paso al frente, el rostro encendido.
—Dicen que te escuchan hablar sola. Que caminas hasta el bosque cuando el sol muere. Que él te llama.
Me quedé quieta, temblando.
—Solo son rumores.
—En este pueblo los rumores matan —dijo otra voz, la del sacerdote, que acababa de llegar.
Su sotana estaba manchada de barro y ceniza, y su crucifijo pendía como una advertencia.
—La oscuridad toma forma en quienes le abren la puerta.
—No la abrí —respondí, con la voz rota.
Él me miró en silencio unos segundos, luego habló más bajo:
—Reza, Elara. Porque el mal siempre cobra su deuda.
Esa tarde, el cielo se volvió rojo.
Los cencerros repicaron sin manos que los movieran.
Los perros aullaban mirando al bosque.
Y el viento… el viento susurraba mi nombre.
Intenté ignorarlo.
Encendí velas, recé lo que recordaba, pero nada calmaba la sensación de ser observada.
Cuando la noche cayó por completo, una niebla espesa cubrió las calles, y un presentimiento ardió dentro de mí: él estaba cerca.
Tomé la capa de mi abuela, abrí la puerta y caminé hacia el olmo, guiada por una fuerza que no podía resistir.
El aire era tan denso que cada paso dolía.
—Elara… —su voz, tenue, se deslizaba entre las hojas—. No deberías haber venido.
—Y tú deberías haberme dejado en paz —respondí.
Una silueta se formó entre los árboles, y mi corazón reconoció su forma antes que mi mente.
Azrael.
Sus ojos brillaban como carbón encendido bajo la luna, y la neblina parecía obedecerlo.
—No puedo —dijo, acercándose lentamente—. Te busqué durante siglos sin saber por qué. Ahora entiendo que eras el eco que me faltaba.
Sentí que el aire se detenía.
—Yo no soy ella —susurré.
—No —asintió con una tristeza infinita—. Pero llevas su alma dentro.
Me miró de tal forma que tuve que bajar la vista. Su presencia era una marea que me arrastraba, me ahogaba, pero no quería escapar.
Cuando levanté la mirada, estaba tan cerca que pude sentir el calor de su respiración.
Y aunque no me tocó, sentí como si su sombra se mezclara con la mía.
—Desde que te vi —continuó—, el infierno se agita. Ellos saben que mi condena puede romperse.
—¿Y si se rompe? —pregunté, apenas en un hilo de voz.
—Entonces Edevane dejará de existir. —Sus palabras eran fuego y hielo al mismo tiempo—. Cada vida aquí es el precio de mi caída.
Me aparté, horrorizada.
—¿Quieres decir que… todo esto… los animales, la tierra, la gente…?
—Sí —dijo él, mirándome con un dolor insondable—. Y tú, sin saberlo, me has llamado.
Me cubrí el rostro con las manos.
—No lo sabía. Yo solo… escuché tu voz.
—Y al hacerlo, abriste la grieta —susurró, acercándose de nuevo—. Pero no temas, no permitiré que te toquen.
—¿Quiénes?
Azrael se giró hacia el bosque.
La oscuridad detrás de él se movía, viva, palpitante.
Entre las sombras, vi ojos… cientos de ojos, brillando en la penumbra.
—Los que me vigilan —dijo con voz baja—. Los que me condenaron.
Entonces, el viento se levantó con un rugido, y los árboles se doblaron como si una fuerza invisible los empujara.
Él extendió una mano hacia mí.
—Elara, vete. Antes de que sea tarde.
Pero no podía moverme. Algo dentro de mí sabía que si me alejaba, lo perdería para siempre.
—No —dije, temblando—. Si el pueblo va a morir, no será solo por ti.
Azrael me miró con una mezcla de furia y ternura.
—No entiendes lo que dices. Yo no pertenezco a este mundo.
—Y sin embargo estás aquí —susurré—. Igual que yo.
Durante un instante, el silencio se volvió absoluto.
Los ojos en la oscuridad se desvanecieron.
Y solo quedamos él y yo, en medio del bosque, bajo un cielo sin estrellas.
—Elara… —su voz se quebró—. Si supieras cuánto te esperé.
—Entonces dime —le pedí—. ¿Por qué yo?
—Porque fuiste ella. —Su mirada se perdió en el vacío—. Y porque tu alma nunca dejó de buscarme.
Me acerqué, despacio, hasta que nuestras sombras se tocaron.
Sentí el aire vibrar, y algo dentro de mí reconoció ese calor, esa tristeza infinita que lo envolvía.
No era miedo. Era destino.