Edevane

Capítulo 6. El pacto bajo la ceniza

El fuego no se apagó con la noche.

Las llamas se extendieron por el bosque y luego por los campos, devorando todo lo que alguna vez respiró esperanza en Edevane. Cuando el amanecer llegó, el cielo era una sábana gris y el aire olía a madera muerta y destino.
Nadie hablaba. Solo se oían los crujidos del humo, como si la tierra susurrara los nombres de los que habían sido olvidados.

Yo estaba allí, de pie entre las cenizas, con el corazón aún latiendo al ritmo de lo imposible.
Azrael permanecía a unos pasos de mí, mirando hacia el horizonte donde antes estaba el río.
Su silueta parecía esculpida con el mismo fuego que lo había condenado.

—¿Cuántas veces ha pasado esto? —pregunté, con la voz quebrada.

Él no respondió enseguida. Su mirada seguía perdida, fija en el humo que ascendía como plegarias sin fe.
—Más de las que recuerdo —dijo al fin—. Cada vez, el fuego vuelve. Cada vez, mueres antes del amanecer.

El silencio cayó entre nosotros como una maldición repetida.
No podía apartar la vista de él. Había algo distinto en su rostro ahora: menos sombra, más dolor.
Y comprendí que, pese a todo, él no era el monstruo.
El monstruo era el destino que nos unía.

—Esta vez no voy a morir —dije con determinación.
—No puedes decidir eso, Elara —replicó suavemente—. Hay fuerzas que no obedecen a los vivos.
—Entonces desobedécelas tú.

Azrael giró hacia mí. Sus ojos eran dos tormentas, mezcla de furia y ternura.
—¿Crees que no lo intenté? —Su voz tembló—. Te busqué en cada vida, en cada sombra. He visto tus rostros arder una y otra vez.

Sentí un nudo en la garganta.
—¿Y nunca lograste salvarme?

—No —susurró—. Siempre llego tarde. O tú recuerdas demasiado. Y el fuego despierta.

El viento sopló fuerte, levantando un torbellino de ceniza que nos envolvió.
Elara —pensé—, el fuego no viene del bosque. Viene de ti.

El pueblo parecía un cementerio abierto.
Las casas ennegrecidas, las ventanas rotas, los rostros cubiertos de hollín. Nadie quería mirarme directamente; algunos hacían la señal de la cruz al verme pasar.
Yo era el presagio. La mujer del demonio.

Mi abuela me esperó frente a la casa, con los ojos hundidos.
—Te vi en el fuego —dijo sin mirarme—. Lo llamaste otra vez, ¿verdad?

—No fue así —repliqué—. El fuego se encendió solo.

—Nada se enciende solo en Edevane —contestó ella, con una mezcla de miedo y resignación—. Si sigues cerca de él, todo lo que amas se perderá.

No supe qué responder. Porque, aunque quería negarlo, una parte de mí ya sabía que tenía razón.

Esa noche no hubo luna. Solo la bruma espesa que cubría los caminos.
Salí al bosque con el libro bajo el brazo y una idea absurda: tal vez, si hallábamos el origen de la maldición, podríamos romperla.

Azrael apareció sin que lo llamara.
—Sabía que vendrías —dijo.

—Siempre lo sabes —le respondí, con una sonrisa triste.

Nos adentramos en el bosque quemado. El suelo todavía humeaba, y entre los troncos caídos se oían murmullos, como si los árboles recordaran.
Seguimos un sendero hasta llegar a las ruinas del antiguo santuario, del que mi abuela hablaba en susurros.
Allí, bajo la piedra agrietada, había un altar cubierto de símbolos.
Elara lo reconoció de inmediato.
Era el lugar donde, según el libro, todo había comenzado.

—Aquí fue —dije en voz baja—. Donde ella te llamó por primera vez.

Azrael pasó una mano sobre las marcas grabadas en la piedra.
—Elara… no deberías estar aquí.

—Tampoco tú —le respondí—, y aun así lo estás.

Él sonrió con amargura.
—No soy libre.

—Yo tampoco —susurré.

Nos miramos, y el aire cambió.
No había viento, no había ruido. Solo el latido compartido de algo que llevaba siglos esperando.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó.

—Romper el ciclo —dije—. Pero necesito saber cómo empezó.

Azrael me observó largo rato, como si buscara valor en mis ojos.
—Fue amor —dijo al fin—. Tan puro que se volvió pecado. Ella me llamó porque el cielo la había olvidado, y yo bajé porque no podía soportar su llanto. El fuego no vino de mí, Elara. Vino de ellos. Del miedo.

Su voz se quebró.
Yo di un paso más cerca.
—Entonces no fue tu culpa.

—Pero lo fue mi condena —susurró.

Estábamos tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su piel, aunque su cuerpo no era completamente humano.
Un instante bastó para que mis pensamientos se nublaran.
Él alzó la mano, rozando mi mejilla.
No era un gesto de deseo, sino de reconocimiento.

—Eres igual —dijo—. Pero tus ojos… tus ojos son más fuertes que los de ella.

No supe si reír o llorar.
—¿Y si esta vez lo logramos? —pregunté.

—¿Salvarnos? —repitió con un dejo de ironía.
—Romper el ciclo —dije—. No quiero ser tu condena.

Azrael bajó la mirada.
—Entonces deberás hacer lo impensable: atarme a ti.

—¿Qué significa eso?

Él respiró hondo, y el aire se volvió más denso, casi irreal.
—Un pacto. Si lo firmamos, mis cadenas dejarán de pertenecer al infierno, y pasarán a ti. Pero el precio… —calló.

—Dilo.

—Tu alma.

Me estremecí.
—¿Y si no lo hago?

—Morirás, como siempre. Y yo vagaré otro siglo buscándote entre las sombras.

El silencio cayó entre los dos.
Por primera vez, comprendí que la historia no se trataba de salvar al mundo, sino de elegir qué parte de él debía arder.

—Hazlo —dije finalmente.

Azrael dio un paso hacia mí. Su mirada era fuego y tristeza, belleza y destrucción.
—No hay vuelta atrás, Elara.

—Nunca la hubo —susurré.

Él alzó su mano y la colocó sobre mi pecho. Sentí su calor atravesarme.
El suelo tembló. Las cenizas comenzaron a girar alrededor, formando un círculo de luz rojiza.
El altar se encendió con una llama oscura, y una lengua antigua escapó de sus labios.



#2446 en Otros
#557 en Relatos cortos
#227 en Paranormal

En el texto hay: amor, demonio, hallowen

Editado: 23.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.