Edevane

Capítulo 7. El velo del alma

Han pasado tres días desde el pacto, y aún siento el fuego dentro de mí.
No el que quema, sino el que late, el que respira con cada pensamiento que no es mío.
Azrael está aquí, incluso cuando no lo veo. Su voz me acompaña entre los susurros del viento, como si el bosque hablara con su acento.

La primera noche después de aquel rito, desperté con el corazón acelerado. Había soñado con alas —negras y doradas al mismo tiempo— que se abrían sobre mí.
Cuando miré mis manos, juraría que brillaban con una luz tenue, casi imperceptible.
Desde entonces, algo cambió.
Las sombras ya no me asustan.
El silencio ya no está vacío.
Y el reflejo que me devuelve el espejo no siempre es el mío.

Edevane se está desmoronando.
Los pozos se han secado, los animales huyen, y los pocos que aún rezan dicen que el aire huele a azufre.
A veces me observan desde las ventanas, murmurando mi nombre como si fuera una maldición.
“Elara de las cenizas”, me llaman.
Y no puedo culparlos: cuando paso, las velas se apagan.

Mi abuela apenas puede levantarse.
Su piel se ha vuelto tan pálida como las sábanas y sus ojos, que antes eran fuerza y sabiduría, ahora reflejan cansancio.
Esta mañana, cuando llevé agua a su habitación, me tomó de la mano con más fuerza de la que imaginé que aún tenía.

—Te estás apagando, abuela —le dije.

Ella negó despacio.
—No, niña. Tú eres la que arde.

Me quedé en silencio.

—Lo siento —susurré—. No sabía lo que hacía.

—Sabías —respondió con voz suave, casi resignada—. Pero el amor es un eco antiguo, y a veces el corazón recuerda antes que la mente.

Sus palabras me atravesaron.
No sé si fue por culpa o por ternura, pero solte ágrimas que no supe contener.

Esa noche, la voz de Azrael me despertó.

“No llores por ella. Las almas viejas eligen su hora.”

—¿Por qué me hablas así? —susurré en la oscuridad—. ¿Por qué me hablas dentro de la cabeza?

“Porque ahora somos uno. Puedo oír tus pensamientos, y tú los míos.”

Me cubrí el rostro con las manos.
—No quiero esto. No quiero ser un eco tuyo.

“No lo eres. Eres mi principio y mi fin, Elara. Yo soy solo el reflejo de lo que tú fuiste.”

Hubo silencio.
Y entonces sentí algo distinto: una ráfaga de viento, un roce sobre mi hombro.
Cuando abrí los ojos, él estaba allí.
Azrael. No en sueños, sino de pie, a la luz pálida de la luna.

Su presencia llenaba la habitación de un calor denso, como si el aire mismo temblara al reconocerlo.
Sus ojos ya no eran completamente oscuros; había en ellos un resplandor dorado, como si el pacto hubiera encendido una parte dormida.

—Estás cambiando —me dijo.

—¿Qué me está pasando?

—El lazo te está marcando. Mitad humana, mitad condena. Si sigues alimentando el vínculo, dejarás de pertenecer a este mundo.

—¿Y eso te salvaría?

—No —admitió—. Pero te mantendría conmigo.

Sus palabras fueron una caricia y una herida al mismo tiempo.
—¿Y qué hay del pueblo? —pregunté—. Edevane se está muriendo.

Azrael desvió la mirada.
—El fuego que nos une no distingue entre amor y destrucción. Cuando un alma marcada arde, el mundo alrededor se marchita.

—Entonces debemos detenerlo.

—O aceptarlo —replicó con tristeza.

Lo odié por un instante. No a él, sino a lo que representaba: un amor tan fuerte que podía consumirlo todo.
Y aun así, cuando dio un paso hacia mí, no retrocedí.

—Elara —susurró—, cada vez que me miras así, el infierno se aleja un poco más.

No supe qué responder. Solo lo miré.
Y por un segundo, no hubo demonio ni maldición, solo dos almas cansadas de repetirse.

Al día siguiente, el pueblo se reunió en la plaza.
El sacerdote habló de purificación, de fuego y redención.
Sus ojos me buscaron entre la multitud.
—Elara de las cenizas —dijo—, el Señor no tolera alianzas con los caídos. Si has traído la sombra a nuestras puertas, solo tu sangre podrá limpiarla.

El murmullo que siguió fue peor que un grito.
Vi rostros conocidos transformarse en miedo. Vi manos tomar antorchas.
Vi el mismo fuego que me había consumido en otras vidas, ahora listo para renacer.

Corrí.
No sé cuánto tiempo, solo sé que el bosque me abrió paso como si también temiera a los hombres.
Y allí, entre los árboles calcinados, Azrael me encontró.

—Te lo advertí —dijo, con la voz tensa—. Ellos no cambiarán.

—No quiero matarlos —jadeé.

—Tampoco tienes que hacerlo. El pacto los juzgará solo.

—¿Qué significa eso?

—Que el fuego te obedece. Y que esta vez, no será el pueblo quien arda, sino el cielo.

Sus palabras me helaron.
—No quiero destruir nada —repetí—. Solo quiero ser libre.

Azrael dio un paso hacia mí.
—Entonces lucha conmigo. No contra mí.

Su mano se alzó hacia mi rostro.
Y cuando sus dedos rozaron mi piel, sentí cómo el aire vibraba, cómo el suelo temblaba bajo nuestros pies.
El bosque entero pareció respirar.

Imágenes cruzaron mi mente:
yo vestida de blanco, rodeada de fuego; él cayendo del cielo con las alas abiertas; la abuela llorando frente a una tumba que tenía mi nombre.
Y entre todo eso, una promesa: “Algún día, el amor dejará de ser castigo.”

Cuando abrí los ojos, Azrael me miraba con una mezcla de temor y ternura.
—Estás recordando todo —dijo en voz baja.
—Sí —susurré—. Y no me da miedo.

El silencio se extendió, profundo, casi sagrado.
El fuego en mis venas se calmó.
Por primera vez, sentí que el amor no era solo ruina, sino también posibilidad.

Esa noche, cuando regresamos a la casa, mi abuela ya no respiraba.
Sus manos estaban entrelazadas sobre el pecho, y en sus labios había una leve sonrisa.
Entre sus dedos, encontré un papel doblado.

Decía:

“Si el fuego te obedece, no lo temas. Guíalo. Que ilumine, no que destruya. El infierno también puede dar calor, si lo ama quien no teme.”



#2452 en Otros
#557 en Relatos cortos
#226 en Paranormal

En el texto hay: amor, demonio, hallowen

Editado: 23.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.