Edevane

Capítulo 8. El corazón del abismo

Dicen que, cuando el cielo se rompe, no hace ruido.
Solo se abre, como una herida en el aire.
Eso fue lo que vi al amanecer.

Sobre Edevane, el horizonte ya no era cielo, sino un espejo resquebrajado que destellaba entre el humo.
Fragmentos de luz caían como polvo dorado, y entre ellos, el silencio.
Un silencio que no pertenecía a este mundo.

El fuego dentro de mí se agitó, como si algo en lo alto respondiera.
No era miedo. Era reconocimiento.

Azrael estaba a mi lado.
Sus ojos seguían la grieta luminosa en el firmamento.
—Ya comenzó —dijo, casi con tristeza—. El pacto ha despertado el corazón del abismo.

—¿Qué es eso? —pregunté, sin apartar la vista del cielo.

—El lugar donde nacen las promesas rotas.
Su voz era apenas un susurro.
—Si se abre por completo, los dos mundos se fundirán, y nada quedará en pie.

—Entonces hay que cerrarlo —dije.

Azrael me miró con algo parecido a esperanza, pero en sus labios había un temblor.
—Para cerrarlo, debes ir a él.

El pueblo estaba irreconocible.
Las flores se habían marchitado, los relojes se detuvieron.
Al caminar por las calles, sentía el peso de cada mirada: miedo, devoción, odio.
Algunos se arrodillaban. Otros huían.

En la iglesia, el sacerdote había colgado mi retrato, marcado con ceniza y sal.
“Ella es la señal del fin”, decían.
Quizá tenían razón.

Esa tarde, mientras buscaba provisiones en el almacén abandonado, encontré a Tomas, uno de los pocos que no me evitaban.
Era un joven de mirada honesta, alguien que solía dejarme flores en la puerta cuando éramos niños.

—Elara —susurró, mirándome con espanto—. Dicen que viste al ángel caído.

—No es un ángel —respondí—. Ni un demonio. Es… algo entre ambos.

—Entonces ¿por qué estás con él?

No supe qué decir.
¿Cómo explicar que lo que me unía a Azrael no era fe ni locura, sino una herida compartida?

Tomas se acercó, y por un momento creí ver lástima en sus ojos.
—Aún puedes huir —dijo—. Si te quedas, morirás con el pueblo.

Sonreí, sin alegría.
—Tal vez ese siempre fue mi destino.

El crepúsculo llegó con olor a lluvia y ceniza.
Azrael me esperaba junto al viejo puente, donde el río alguna vez corrió.
Sus alas —si es que así podían llamarse— se entreveían bajo la capa, sombras que latían con cada respiración.

—¿Estás lista? —preguntó.

—No —dije—. Pero no importa.

Él asintió.
—El corazón del abismo se abre en lo más profundo del bosque. Donde el fuego nació.

Caminamos durante horas entre árboles quemados y raíces que parecían moverse bajo tierra.
El cielo se volvió más oscuro, y una luz roja empezó a filtrarse entre las ramas.
Podía sentirla dentro del pecho, latiendo al compás de mi propio corazón.

Cuando llegamos al claro, el suelo estaba cubierto de símbolos antiguos, los mismos que había visto en el libro de mi abuela.
En el centro, una grieta abierta despedía una luz pulsante, viva.
Parecía respirar.

—Elara —dijo Azrael, mirándome con seriedad—, si entras ahí, no hay garantía de regreso.

—Si no lo hago, todo muere —respondí.

Él me tomó la mano.
Su piel ardía.
—Entonces iremos juntos.

El descenso fue como caer sin moverse.
El mundo se disolvió alrededor, y el aire se volvió líquido, denso, lleno de ecos.
Voces antiguas susurraban mi nombre, mezcladas con oraciones olvidadas.
Vi rostros —los míos en otras vidas—, vi fuego, vi agua, vi amor y ruina.

Cuando por fin tocamos suelo, estábamos en un lugar imposible.
No era infierno ni cielo, sino ambos.
Una llanura oscura con ríos de luz que se movían como venas bajo nuestros pies.
En el horizonte, un árbol gigantesco se alzaba, cuyas ramas tocaban el vacío.

Azrael se detuvo.
—Ese es el corazón.
—¿Y cómo lo cerramos?

—Debes devolverle lo que te robó.

—¿Qué me robó?

Él me miró con tristeza.
—Tu muerte.

Entendí entonces: el pacto me había arrancado de mi destino natural.
Había detenido mi ciclo.
Y mientras mi alma estuviera atrapada, el abismo seguiría latiendo.

—Si muero, tú también —dije.
—Sí. Pero el mundo vivirá.

Las lágrimas ardieron antes de caer.
—No puedo hacerlo.

Azrael sonrió con una ternura que dolía.
—Eres igual que siempre. Incluso ante el fin, amas más de lo que temes.

Entonces el suelo tembló.
La luz del abismo creció, envolviéndonos en una llamarada blanca.
El árbol comenzó a desgarrarse desde las raíces, y del interior emergió una figura: alta, sin rostro, con alas hechas de sombras.

“La que fue marcada regresa”, dijo una voz profunda. “Elara, portadora del fuego prohibido.”

Me arrodillé.
El dolor era insoportable, como si cada recuerdo me atravesara.
Azrael se interpuso entre la figura y yo.

—Ella no debe pagar por mi caída —gritó.

“No fue tu caída,” respondió la voz, “fue tu elección.”

El ser extendió una mano, y la luz lo envolvió todo.
Vi a Azrael arder, no con fuego físico, sino con una llama dorada que parecía arrancarle el alma.

—¡No! —grité, intentando alcanzarlo.

“Solo hay un modo de sellar el abismo,” dijo la voz—. “Sacrificio compartido.”

En ese instante, comprendí.
Tomé la mano de Azrael y la apreté con toda mi fuerza.
—Si el mundo necesita una vida, que sean las nuestras.

Él intentó hablar, pero no lo dejé.
—No hay eternidad sin amor —susurré.

El resplandor creció.
El aire se llenó de gritos, plegarias, fuego.
Y justo antes de que la luz nos consumiera, escuché su voz dentro de mí:

“Si renacemos, búscame donde el cielo toque la tierra.”

Desperté entre cenizas.

El cielo estaba intacto.
El abismo cerrado.
Edevane en silencio.

Me incorporé lentamente. El aire era limpio, distinto.
El fuego en mi pecho ya no ardía, solo quedaba un calor suave, como una llama dormida.



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En el texto hay: amor, demonio, hallowen

Editado: 23.10.2025

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