Edevane

Capítulo 9. Donde el cielo toca la tierra

Dicen que cuando una historia termina, el mundo se acomoda para olvidar.
Pero Edevane no olvidó.
Ni yo.

Han pasado cuarenta días desde que el cielo se cerró.
Los campos florecen de nuevo, las campanas suenan otra vez, y la gente pronuncia mi nombre sin escupir después.
Sin embargo, en la calma recién nacida hay un eco, una respiración que no pertenece a nadie.
Un rumor que me sigue cuando camino sola.

Al principio creí que era el viento.
Después, supe que era él.
Azrael.

No como antes.
No como sombra ni carne, sino como una presencia que se entrelaza con la mía.
En los espejos, su reflejo aparece a veces detrás del mío, desvaneciéndose con el parpadeo.
Cuando toco el agua, siento su mano responder.
Y en los sueños… su voz.
La misma que me prometió buscarme donde el cielo toque la tierra.

He vuelto a vivir en la casa de mi abuela.
El tiempo la desgastó más que la edad, pero aún conserva su aroma a hierbas secas y fuego antiguo.
Su mirada se pierde en los rincones, como si buscara los rastros del otro mundo.
A veces murmura que el abismo no desaparece: solo duerme.

Yo no le discuto.
No podría hacerlo, sabiendo que una parte de mí late con su misma oscuridad.

Cada noche, antes de dormir, enciendo una vela frente al espejo.
Es un hábito que no puedo abandonar.
La luz parpadea, y en el vidrio a veces distingo una silueta.
No siempre es clara, pero la siento.
Él está ahí, esperándome.

—Azrael… —susurro.

El aire se enfría, y una brisa me roza el cuello, como una caricia.
Entonces cierro los ojos, y por un instante, ya no estoy sola.

Una tarde, el cielo se tiñó de un tono dorado que jamás había visto.
Era como si el sol sangrara.
Las sombras se alargaban hasta tocar los límites del bosque, y en ese resplandor vi algo imposible:
una figura entre los árboles, de espaldas, inmóvil.

El corazón me latió tan fuerte que dolió.
Caminé sin pensar, dejando atrás el sendero, los rezos, el miedo.
Cuando llegué al claro, ya no había nadie, solo el aire suspendido y una flor negra creciendo entre la hierba.

La tomé.
No olía a nada.
Pero al tocarla, escuché su voz dentro de mí:

“Elara.”

Era él.
No un eco.
No un recuerdo.
Él.

Caí de rodillas, con la flor apretada en la mano.
El suelo tembló, y por un instante, el bosque entero pareció respirar conmigo.
La flor ardió en mis dedos y se deshizo en ceniza.
Y en esa ceniza, vi su rostro.

“El pacto no terminó,” dijo la voz. “Solo cambió de forma.”

—¿Dónde estás? —pregunté, llorando—. ¿Por qué no vuelves?

"Estoy donde tú estás. Mitad en tu sombra, mitad en tu fuego.”

Mi alma se estremeció.
Sabía lo que eso significaba:
el sello había unido nuestras esencias.
Azrael no había muerto.
Vivía en mí.

Desde ese día, las cosas comenzaron a torcerse de nuevo.

Los relojes se detenían cuando yo pasaba.
Las velas ardían sin consumirse.
Los animales me miraban con una inteligencia inquietante, como si reconocieran algo antiguo.
El aire olía a tormenta incluso cuando el cielo estaba claro.

Intenté ignorarlo, convencerme de que era mi mente jugándome trucos.
Pero una noche, mientras soñaba con el abismo, desperté con las manos cubiertas de hollín.
Y sobre mi pecho, grabado como una marca ardiente, apareció un símbolo: el mismo que brilló en el corazón del abismo el día del sacrificio.

Mi abuela lloró al verlo.
—El fuego te eligió —murmuró—. No puedes huir del amor de un ser que nunca debió amar.

No respondí.
Solo observé el símbolo brillar suavemente bajo mi piel, como si respirara conmigo.

Comencé a escribirle cartas.
No sé por qué.
Tal vez para mantener viva su voz, o para recordarme que todo fue real.
Las dejo sobre la mesa, junto a la flor marchita que encontré en el bosque.
Cada mañana desaparecen.
Y en su lugar, hay una palabra escrita con ceniza:

“Sigo aquí.”

A veces me enojo.
Le grito al viento, al espejo, a la nada.
Le reclamo haberme dejado sola en este mundo que ya no siento mío.
Pero cuando el silencio responde, me doy cuenta de que no quiero que se vaya.
Que prefiero su ausencia viva a su muerte completa.

El festival de la cosecha se celebró por primera vez desde la maldición.
Edevane parecía otro lugar: niños riendo, faroles colgados, música en las calles.
Yo asistí por insistencia de Tomas, que seguía intentando cuidarme como si aún pudiera salvarme.
—Elara, mereces paz —me dijo, ofreciéndome su mano.

La acepté, aunque en el fondo sabía que mi paz tenía nombre y alas negras.

Bailamos al atardecer.
La gente sonreía.
Y por un momento creí que podía ser feliz.
Hasta que vi, entre las luces del festival, una sombra sin cuerpo observándome.

Nadie más la notó.
Pero yo sentí el aire cortarse, el fuego volver a arder en mi pecho.
Él estaba allí, mirando, silencioso.

—Azrael… —susurré, apenas moviendo los labios.

El viento respondió, frío, envolviéndome entre los faroles encendidos.
Y entonces comprendí que había venido por mí.
No para reclamarme, sino para recordarme algo:
El amor entre mundos no se olvida.
Solo se transforma.

Esa noche, me desperté sobresaltada.
La vela frente al espejo seguía encendida.
Y en el reflejo, detrás de mí, estaba él.
No como un espectro, sino como una presencia que el cristal apenas podía contener.

—Viniste —dije, temblando.

Azrael me miró, su rostro tan hermoso y triste que dolía respirarlo.
—Nunca me fui.

—¿Por qué ahora?

—Porque el sello se agrieta. Y cuando se rompa, deberás elegir: quedarte en el mundo que te teme… o seguirme al que te pertenece.

—¿Y tú?

—Yo no existo sin ti.



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En el texto hay: amor, demonio, hallowen

Editado: 23.10.2025

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