El amanecer llegó roto.
El cielo, antes azul, era ahora una mezcla imposible de dorado y ceniza.
Los pájaros volaban en círculos, desorientados, como si el horizonte los rechazara.
Edevane despertó bajo un silencio tan profundo que parecía presagio.
Yo lo sentí antes que nadie.
El símbolo en mi pecho comenzó a arder con un brillo tenue, como si el fuego dentro de mí respondiera a un llamado lejano.
Sabía lo que significaba: el sello estaba cediendo.
Durante días había soñado con lo mismo:
un eclipse que no era de luna ni sol, sino de ambos, devorándose entre sí hasta quedar uno solo.
Y siempre, en el centro de la oscuridad, él.
Azrael.
Las campanas repicaron al mediodía, aunque nadie las tocó.
El sonido fue grave, profundo, y cada nota hacía temblar los vidrios de las casas.
La gente salió asustada, mirando al cielo.
La luz se tornó rojiza.
El eclipse había comenzado.
Corrí hacia la colina, donde la tierra siempre olía a metal y hierba vieja.
El aire estaba cargado de electricidad; el viento traía murmullos, y por un instante, oí su voz clara como el primer día:
“Elara.”
Caí de rodillas.
—Azrael… dime que estás cerca.
“Más de lo que imaginas.”
El suelo se abrió un poco, apenas una grieta bajo mis manos.
De ella emanó una bruma oscura que se alzó hasta rozar el cielo.
No era destrucción, sino algo distinto.
Un renacer.
De pronto, vi su silueta formarse dentro del humo, su cuerpo delineado por luz y sombra.
No era carne, pero tampoco espíritu.
Era ambas cosas.
Era él.
—Azrael…
—Elara —dijo, con una voz que sonaba al mismo tiempo antigua y humana—. El eclipse une lo que la promesa dividió.
Hoy el abismo duerme, pero el cielo despierta.
Y tú… eres su puente.
—¿Qué quieres decir?
—Que tu alma ya no pertenece solo a este mundo.
Sentí un vértigo profundo, como si el aire se deshiciera alrededor.
Supe entonces que el fuego que me mantenía viva era también su esencia.
Que yo no había sobrevivido al abismo: me había convertido en parte de él.
El pueblo enloqueció.
Las campanas sonaban sin descanso, los animales huían hacia el bosque y los ríos se tornaban oscuros.
El sacerdote gritaba plegarias que el viento arrancaba de sus labios antes de terminar.
Tomas vino a buscarme, desesperado.
—Elara, ¡debes venir! El cielo se parte, la gente dice que es tu culpa.
—No lo entienden —dije, mirando al horizonte—. Nada de esto es culpa, es destino.
—¿Qué destino puede traer tanto miedo? —me preguntó, temblando—. ¿Qué te hizo ese demonio?
Me acerqué, tomando su mano.
—Me mostró lo que soy. Y ahora debo terminar lo que empezamos.
Tomas me soltó, asustado por el brillo de mis ojos.
En mi reflejo vi destellos dorados, como si una segunda mirada viviera dentro de mí.
—Elara… —susurró él—, ya no eres tú.
—Soy más de lo que era —respondí—. Y aún lo amo.
Me di la vuelta antes de que pudiera detenerme.
No podía permitir que nadie más sufriera por mí.
La colina ardía con un resplandor sobrenatural.
El eclipse cubría el cielo por completo: mitad oro, mitad tiniebla.
En el centro, una grieta de luz descendía hasta tocar la tierra.
Era hermoso.
Y aterrador.
Azrael me esperaba junto a esa herida luminosa.
Su forma era más nítida que nunca.
Sus alas, mitad oscuridad, mitad fuego.
Sus ojos, infinitos.
—Llegó el momento —dijo.
—¿El fin?
—O el principio.
Caminé hacia él.
Cada paso hacía vibrar el suelo.
A mi alrededor, las sombras se retorcían como raíces que buscaban cielo.
—¿Qué debo hacer? —pregunté.
—Dejar de resistirte.
—¿A qué?
—A lo que somos.
Su voz me envolvió.
Y en ese instante, comprendí:
El cielo y el abismo no eran enemigos.
Eran amantes separados por la fe y el miedo.
Y nosotros, su eco.
Extendí mis manos hacia la grieta de luz.
El calor era insoportable, pero no aparté la vista.
Detrás de mí, Azrael se acercó y me rodeó con sus brazos.
Su contacto me quemó y me sanó a la vez.
—Si cruzamos —dijo—, no habrá regreso.
—Nunca quise regresar —respondí.
Él sonrió.
Por primera vez desde que lo conocí, sonrió sin dolor.
El eclipse rugió en lo alto.
La tierra tembló.
Y juntos dimos el paso.
La luz nos envolvió.
Por un instante no hubo arriba ni abajo, solo el pulso del universo latiendo entre nosotros.
Vi todo lo que habíamos sido: mis vidas pasadas, sus caídas, nuestras promesas incumplidas.
Cada vez que nos encontramos, el destino trató de separarnos.
Pero esta vez, no lo permitiríamos.
“Donde el cielo toque la tierra,” dijo él en mi mente, “ahí será nuestro hogar.”
Y entonces el resplandor cambió.
Ya no dolía.
Era suave, inmenso, eterno.
Cuando abrí los ojos, no reconocí el mundo.
El cielo era de un gris plateado que jamás había visto.
El aire olía a lluvia y ceniza, pero también a flores.
Edevane estaba allí… y no estaba.
Todo era más quieto, más claro, como si el tiempo respirara.
A mi lado, Azrael.
No como antes.
Su cuerpo tenía forma, su mirada era humana.
Pero en el fondo de sus ojos seguían ardiendo las estrellas del abismo.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—En el punto donde ambos mundos se tocan —respondió—. Donde el cielo aprende a perdonar y el infierno a amar.
—¿Y qué somos ahora?
Él se acercó, su frente rozando la mía.
—Somos la grieta que une, no la que rompe.
—¿Eso es vivir?
—Eso es ser.
El viento sopló, arrastrando consigo los últimos fragmentos del eclipse.
Sobre nosotros, un nuevo sol comenzó a alzarse, pálido y joven.
Y por primera vez, no tuve miedo.
Esa noche, mientras dormía junto a él bajo el nuevo cielo, soñé con Edevane.
El pueblo seguía allí, reconstruido, los campos verdes otra vez.
Los niños corrían sin saber que el mundo había cambiado.
Sobre el campanario, una flor negra crecía entre las piedras, brillando débilmente.