Edevane

Capítulo 11. La flor negra

Desperté con el amanecer respirándome encima.
La luz era distinta: más suave, más viva, como si cada rayo de sol supiera que el mundo había renacido.
Azrael dormía junto a mí, y por primera vez desde que lo conocí, parecía en paz.
Su pecho subía y bajaba despacio, y cuando el aire entraba en sus pulmones, el entorno respondía, vibrando apenas.
Todo a su alrededor parecía existir gracias a él.

Sin embargo, algo en mi interior se retorcía.
Un eco sordo, una sensación de desequilibrio.
El símbolo en mi pecho no ardía, pero latía con fuerza.
Como si algo debajo de la calma se estuviera gestando.

Caminamos hacia lo que quedaba de Edevane al caer la tarde.
El cielo había cambiado: los colores eran más densos, más profundos, y el aire parecía contener fragmentos de brillo, como si la luz no supiera comportarse del todo.
El pueblo estaba ahí, aunque distinto.
Las calles parecían más largas, las casas más altas, los rostros más jóvenes o más viejos según el ángulo desde donde los miraras.
Era el mismo lugar, y al mismo tiempo no lo era.

—No deberíamos estar aquí —murmuró Azrael.

—Aquí nací —respondí—. Aquí empezó todo.

Él asintió, observando el horizonte.
—El tiempo no fluye igual desde el eclipse. Quizá para ellos hayan pasado años… o días.

—Entonces debemos saber qué quedó de nosotros.

Entramos en el pueblo.
Las miradas fueron confusas, no hostiles.
Algunos me reconocieron.
Otros me miraron con devoción, como si me vieran por primera vez.
Los niños se acercaban a tocar mi vestido y susurraban mi nombre, como si fuera una plegaria.

—Dicen que eres la que salvó el cielo —dijo una anciana—.
—No lo salvé —contesté—. Solo lo uní a su sombra.

La mujer sonrió, sin comprender, y me ofreció una flor.
Una flor negra.

La tomé con cuidado.
No era igual a la que encontré en el bosque; esta tenía un brillo propio, casi metálico, y su aroma era dulce y frío a la vez.
Al tocarla, sentí una corriente recorrerme el cuerpo.
El símbolo en mi pecho respondió.
Y la voz de Azrael sonó en mi mente:

“No la sueltes.”

Lo miré.
Él estaba pálido, los ojos dilatados.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—Una semilla del abismo. No debería existir en este mundo.

—Entonces ¿por qué me la dieron?

Azrael no respondió.
Solo extendió su mano hacia la flor, pero al tocarla, un resplandor lo arrojó hacia atrás.
El pueblo entero pareció temblar.
La gente cayó de rodillas, rezando.

Yo grité su nombre, corriendo hacia él.
Azrael se incorporó, con una herida leve en la palma.
De la herida brotaba luz.
No sangre. Luz.

—Te advertí —susurró—. El eclipse no terminó. Solo cambió de forma.

Esa noche no dormimos.
Nos refugiamos en la casa vieja, la de mi abuela, ahora cubierta de hiedra y polvo.
Todo parecía suspendido, detenido entre dos realidades.
Azrael observaba la flor sobre la mesa con una mezcla de fascinación y miedo.

—Esa flor —dijo— no pertenece a ningún plano. Es la raíz de algo que intenta volver.

—¿Del abismo?

—Del equilibrio —respondió—. Pero el equilibrio es cruel. No distingue amor de destrucción.

Me senté frente a él.
—Entonces ¿qué debo hacer?

Él alzó la vista, y por primera vez desde que el mundo cambió, vi verdadero temor en sus ojos.
—Elara, esa flor está viva. Y se alimenta de ti.

Miré el tallo: parecía moverse, apenas, siguiendo el ritmo de mi respiración.
Un hilo oscuro la unía a mi pecho, invisible para todos menos para nosotros.

—¿Qué pasa si la destruyo? —pregunté.
—Romperías el puente que sostiene este mundo.
—¿Y si la dejo crecer?
—Podría consumirnos a ambos.

Me quedé en silencio.
Entre nuestras opciones, solo quedaba una: esperar.
Dejar que la flor mostrara lo que era.

A medianoche, la flor comenzó a brillar.
La casa entera se llenó de un aroma a lluvia antigua, a tierra quemada.
Azrael se puso de pie, el fuego en su piel latiendo con fuerza.
—Se abre una puerta —dijo—.

El suelo se agrietó.
La luz brotó como sangre.
Del centro de la flor emergió una forma: no humana, no celestial.
Era un reflejo.
Mi reflejo.

La figura tenía mi rostro, pero sus ojos eran negros, sin pupilas, y su voz era un eco del mío.

“Soy la mitad que dejaste atrás,” dijo. “La que murió cuando cruzaste la grieta.”

Retrocedí.
Azrael se interpuso entre nosotras.
—No puedes reclamar lo que ya no te pertenece —gruñó.

“Ella me pertenece tanto como tú,” respondió la sombra—. “Porque en su corazón vive el fuego del abismo… y en el tuyo, la duda.”

La sombra me miró.
Sentí su presencia dentro de mi mente, como si deslizara sus pensamientos bajo mi piel.

“No puedes existir dividida, Elara. O eliges ser luz… o eliges ser fuego.”

Caí de rodillas, con el corazón ardiendo.
El símbolo en mi pecho brillaba con fuerza.
Azrael me tomó por los hombros.
—No la escuches. Es el eco del abismo, intentando volver.

“¿Y no fue eso lo que querías?” —replicó la sombra—. “¿Unir los mundos? ¿Romper los límites?”

Azrael guardó silencio.
Porque sabía que era verdad.

El viento rugió.
Las paredes se agrietaron.
El reflejo comenzó a desvanecerse, pero no antes de dejarme un susurro en el alma:

“Nos volveremos a ver en el último amanecer.”

La flor se marchitó al instante.
Cayó en polvo.
Y con ella, el vínculo que sentía con mi reflejo desapareció.
Pero no del todo.
Podía sentirla aún, escondida, como una segunda respiración.

Azrael me abrazó.
Su calor era el único ancla que me mantenía cuerda.
—Elara… lo que sea que haya despertado, no está terminado.
—Lo sé.

Miré el horizonte a través de la ventana rota.
El cielo tenía una línea dorada, casi imperceptible, como si una nueva grieta se formara.



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En el texto hay: amor, demonio, hallowen

Editado: 23.10.2025

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