El aire olía a ceniza y a oro.
El horizonte parecía una herida abierta: el cielo se partía en dos, y la luz que escapaba no era del sol, sino de algo más antiguo.
Sabía que ese día llegaría.
Desde que escuché su voz en sueños, supe que no había salvación sin sacrificio.
Y ahora lo veía claro: el eclipse no había terminado, solo aguardaba su último acto.
Azrael me miraba en silencio.
Había en sus ojos algo distinto: no el brillo del fuego, sino una tristeza humana.
Llevábamos días sin hablar mucho.
Cada amanecer traía consigo un temblor en la tierra, una vibración en el aire, como si el universo se preparara para respirar por última vez.
La flor negra había desaparecido, pero su esencia seguía dentro de mí.
A veces, al cerrar los ojos, veía la silueta de mi reflejo moviéndose en la oscuridad, esperándome.
—Elara —susurró Azrael una mañana, con voz quebrada—, el cielo se está cayendo.
—Lo sé.
Salimos de la casa.
El pueblo de Edevane estaba cubierto por una niebla densa que brillaba desde adentro, como si cada partícula tuviera un alma atrapada.
Los habitantes caminaban sin rumbo, sus sombras moviéndose por cuenta propia.
Era hermoso y terrible.
—No hay vuelta atrás —continuó él—. El abismo ha abierto sus puertas.
—Y el cielo no las cerrará.
Azrael asintió.
Su forma había cambiado ligeramente: su piel tenía grietas de luz, y sus alas —si es que aún podían llamarse así— eran ahora fragmentos de fuego suspendidos en el aire.
Yo también cambiaba.
Mi reflejo en los charcos me devolvía unos ojos más dorados cada día.
—Estamos convirtiéndonos en lo que el mundo necesitaba —dije, aunque no estaba segura si eso era bueno o no.
Él se acercó, acariciando mi mejilla.
—O en lo que el mundo temía.
Caminamos hacia el bosque.
El mismo donde lo escuché por primera vez.
Cada árbol susurraba, cada hoja parecía observarnos.
El suelo se iluminaba con nuestros pasos, como si recordara quiénes éramos.
—Aquí empezó todo —dije—. Aquí termina.
Nos detuvimos frente a la grieta.
Aún estaba ahí, respirando.
De su interior surgían destellos, como si estrellas intentaran escapar.
Y entre esos destellos… escuché mi propia voz.
Mi otra voz.
“Ven, Elara. Has recorrido el círculo. Solo queda cerrar el ciclo.”
Azrael me sostuvo del brazo.
—Si cruzas, no volverás.
—Si no lo hago, el mundo se romperá.
Él bajó la mirada.
—Y si lo haces, te perderé.
Tomé su rostro entre mis manos.
—Entonces encuéntrame en el fuego. Siempre lo haces.
Él sonrió, apenas.
Y me besó.
Un beso que sabía a eternidad y a despedida.
El aire se volvió denso, el cielo rugió.
Y di un paso dentro de la grieta.
No era oscuridad lo que encontré.
Era todo.
Luz, sombra, recuerdos, tiempo, amor.
Y allí estaba ella: mi reflejo.
Perfecta, inmóvil, esperándome.
“Por fin,” dijo—. “Somos una sola de nuevo.”
Me acerqué despacio.
La comprendía ahora.
No era mi enemiga. Era mi mitad.
La que absorbió la oscuridad para que yo pudiera respirar luz.
—¿Qué pasará si nos unimos? —pregunté.
“El mundo sanará. Pero tú… dejarás de existir como eres.”
—Y si no lo hago…
“El abismo tomará todo.”
La decisión pesó como mil vidas.
Pero al cerrar los ojos, vi a Azrael.
Su rostro, su fuego, su humanidad.
Y entendí que lo que sentíamos era más que deseo: era creación.
La chispa que los dioses olvidaron.
—Entonces… que el mundo renazca.
Tomé la mano de mi reflejo.
El contacto fue una explosión.
Luz y fuego se mezclaron, gritos, risas, memorias.
Sentí que me disolvía.
Pero no con dolor, sino con propósito.
Elara y su sombra se volvieron una.
Luz dorada y oscuridad infinita giraron, creando una espiral que ascendió y descendió al mismo tiempo.
El cielo rugió, el abismo cantó.
Y el mundo se detuvo.
Azrael gritó mi nombre desde fuera.
El bosque temblaba, los árboles se doblaban hacia el suelo.
Una esfera de luz se elevó sobre la grieta, iluminando Edevane entero.
Y de ella emergí.
O algo de mí.
Mis ojos eran ahora los de ambos mundos.
Mi voz sonaba como dos al unísono.
Azrael cayó de rodillas al verme.
—Elara… ¿qué hiciste?
—Terminé lo que empezamos.
Extendí mi mano hacia él.
Y el fuego de sus alas se apagó.
No por muerte, sino por descanso.
Su piel volvió a ser humana, su mirada también.
El cielo se aclaró.
El sol volvió a brillar.
Y en el horizonte, una línea dorada marcaba el límite del nuevo amanecer.
“Elara del fuego y la flor,” susurró el viento—. “Guardiana del equilibrio.”
Me arrodillé junto a Azrael.
Él me miró con lágrimas que brillaban como estrellas.
—¿Eres tú?
—Soy todas las que fui. Y la que aún te ama.
Nos abrazamos mientras el mundo, al fin, respiraba en paz.
Edevane despertó distinto.
Los habitantes no recordaban lo sucedido.
La maldición había cesado, pero en cada rincón del pueblo crecían flores negras con centro dorado.
Símbolos del pacto.
Del amor que cruzó los límites.
Azrael y yo caminamos entre ellas, tomados de la mano.
Por primera vez, sin miedo.
—¿Qué será de nosotros ahora? —preguntó.
—Seremos historia.
—¿Y cuando nadie la recuerde?
—Seremos leyenda.
Sonrió, y el amanecer tiñó su rostro de fuego y miel.
El cielo ya no era cielo.
Ni el infierno infierno.
Todo se había fundido en algo nuevo.
Algo vivo.
“El último amanecer,” pensé.
Pero no era el fin.
Era el comienzo de otro mundo.